domingo, 15 de febrero de 2015

Leer, leer...sólo vale la pena vivir para leer



Cuando era chiquito, cada noche antes de dormir, mamá nos leía cuentos. Mi hermana y yo compartíamos un cuarto. Cuando estábamos empiyamados y cada uno en su cama, mamá traía un libro y nos leía cuentos de hadas bretones, cuentos del África o de los pueblos perdidos de Gales. Era el momento más memorable del día en esos tiempos en que vivíamos en el campo. Yo era feliz. Después de la lectura, rezábamos el Ángel de mi Guarda, mamá nos besaba, nos arropaba bien y apagaba la luz.

Cuando aprendí a leer, me encantaba El Tiempo del domingo, porque venía con las tiras comicas: Tarzán, El Fantasma, Mandrake, Benitín y Eneas y Educando a Papá. Era lo primero que leía. Bueno, en realidad lo único que leía. 

Después vinieron Emilio Salgari con Sandokan, los Tigres de Mompracem y su amigo Yáñez, el portugués. Julio Verne con sus Veinte mil leguas de viaje submarino , la Vuelta la Mundo en ochenta días. Y Daniel Defoe con Robinson Crusoe. Viví a través de esos libros el asombro, la alegría y la curiosidad del niño que nunca volveré a ser. En mi mente la aventura era pan de cada día gracias a los libros.

En cuarto de primaria, con mi amigo Ortiz descubrimos a Sven Hassel y sus libros sobre soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial, las batallas del frente soviético y las desventuras de los soldados de los batallones de castigo. Leímos también La Piel de Curzio Malaparte y en casa leí el Segundo Sexo de Simone de Beuavoir, libro que no entendí para nada. Aunque me quedó en la memoria la importancia que le daba la pobre al orinar parado de los hombres.

A los doce años descubrí en casa de mi tío Pacho una enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial. Fue mi fascinación. Pasaba tardes enteras mirando las fotos y leyendo la historia de cada batalla, derrota y hecho importante de esta guerra. Aún hoy la Segunda Guerra ejerce sobre mí una gran atracción.

Sin darme cuenta terminé atrapado en todo lo que tuviera letras. Periódicos, revistas y libros son desde ese entonces mi diario vivir. 

Recortaba las noticias de los periódicos que más me interesaban. Entre ellas: la Guerra de los Seís Días entre Israel y los países árabes; la ofensiva norvietnamita del Tet y el sitio de la base americana de Khe Sanh: el caso del ministro de guerra británico John Profumo y Christine Keeler, quien también había tenido una relación con el agregado naval de la embajada soviética.

Me di cuenta de que en las palabras estaba todo, la vida entera, el universo al completo. Las palabras éramos nosotros y todo lo que nos rodea.

Desde ese día, las palabras y yo tenemos una relación continua y siempre sorprendente. He pasado mi vida entre lecturas de periódicos, de revistas y de libros. Descubriendo en la lectura el pensamiento de los otros y el mío propio. 

Así como todos necesitamos vivir cerca del agua, así yo necesito vivir entre los libros para poder vivir.

A Alemania traje sólo dos libros: La Pregunta por el Hombre de Andrés Holguín, una síntesis del pensamiento occidental sobre el hombre; y Enfoque de Al Ries, sobre la necesidad de centrar los negocios en su esencia. El primero me sirvió para no olvidar las bases de nuestro pensamiento y comprensión del mundo, y el segundo para trabajar en mi oficio, con el que me he ganado la vida, el mercadeo.

Leo de forma caótica y aleatoria. Leo varios libros al tiempo. Leo a veces primero el final, comienzo en cualquier página, me salto texto si me aburre. En fin, que no soy sistemático ni pretendo serlo. Sólo leo por placer. No todos los libros que compro los leo. Algunos se quedan esperando tiempos a que me digne mirarlos, otros me los leo de una sola sentada, algunos de a poquitos, lentamente.


Pero entre los libros siempre estabas tú. Si los libros son mi vida, ésta no sería vida sin ti. 

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