martes, 4 de abril de 2017

Laura y yo en el lago de Lugano




Amor, recuerdas esa última tarde de octubre, los dos caminando abrazados por la Riva Vincenzo Vela. Algunas personas tomaban café en las mesas al sol. Era el fin de nuestros días, de las maravillosas noches, tu bufanda verde me cubría la cara por el fuerte viento del lago. Los dos reíamos. Estábamos felices. Después de tantos años y de tanta ausencia al fin estábamos juntos. Sabíamos que, aunque nuestras vidas volverían a tomar rumbos distintos, ya nada nos lograría separar.
Esa tarde miramos el mundo con nuevos ojos, con tanta felicidad, con la feroz certeza de que la vida valía la pena, que el amor nuestro era real, que siempre había sido amor.
Nos detuvimos a mirar las aguas del lago de Lugano, esa línea tenue y azul profunda que nos recordó la distancia entre nuestro amor y nuestra vida. Estuvimos parados en silencio durante un largo rato dejando que el instante de comunión entre  la naturaleza,el amor y nosotros se grabara en la memoria. Sentía tu cuerpo contra el mío, tu amor, la certeza de nuestro amor, y no me interesaba nada más. Sólo tú, los dos, nosotros.

Laura, amor mío, qué días fueron esos. Inolvidables y maravillosos. Descubrimos que la vida vale la pena por esos momentos únicos que de cuando en cuando nos dejan entrever la felicidad. Nos sentimos tan unidos, tan uno solo como sólo lo habíamos sentido muchos años atrás en Bogotá cuando nos conocimos. Hasta Lugano habíamos vivido cada uno su vida, sus sueños y sus tristezas. Pero esa tarde la vida nos dio una tregua y nos fue posible sentir la eternidad.

La primera noche, mientras descansábamos de ser felices, me senté frente a la ventana que daba al lago y te escribí:

Deja  que me acerque
para desprenderme de la tristeza
acumulada en silencio,
déjame ser
tu más cercana presencia,
déjame caminar contigo
tomados de la mano
para contarte cómo serán
los mares que nos esperan.
Déjame naufragar en tu mirada,
es lo único que quiero.


Aún te veo leyendo el poema a media luz, sólo cubierta con tu belleza. Después alzaste la cara y me miraste con esos ojos verdes en los que tantas veces perdí la cordura -que me dicen que me amas, que me amarás siempre-, y los dos nos abrazamos y fuimos de nuevo eternos.