martes, 27 de octubre de 2020

Vivir es disfrazarse

 

Vivimos disfrazados y disfrazados morimos. De cuando en cuando logramos ser nosotros y ser. Al fin, ser. Pero sin disfraz no sale nadie a la calle. La calle exige disfraz.


En Bogotá me disfracé por primera vez a los cuatro años de alumno de colegio. Disfraz que me acompañó hasta el día de la graduación. Con ese disfraz llevé vidas paralelas entre el aburrido aprendiz de idiomas imposibles, pasando por el de silencioso alumno que dormía con los ojos abiertos hasta el de amigo de mis amigos, donde podía quitarme el disfraz y ser yo.

La amistad es lo mejor que me dejó el colegio.


Luego me disfracé de estudiante de arquitectura y de derecho. Descubrí que para muchos copiar era una forma de crear y de llegar al éxito y que el delito era la línea más corta entre la codicia y la riqueza. Ya entonces noté que no me gustaban esos disfraces.


Para ganarme la vida me he disfrazado mil veces; y mil veces he detestado ese disfraz. Ganarse la vida es irremediable y jartísimo.

Hubiera sido mejor y más feliz si hubiera tenido la semana para vivir y los fines de semana para disfrazarme de trabajador.


El disfraz de publicista fue el más divertido y contradictorio. Nunca pensé que sería sumo sacerdote del consumismo. Debo reconocer que fui feliz inventando universos de ideas e imágenes para satisfacer las necesidades que les habíamos creado a los consumidores explotando sus miedos, sus dudas y su confianza.

Era un pequeño dios de las pompas de jabón. Pude sentir la necesidad de la gente por creer en algo, de sentirse protegidos por una mentira. De esos miedos que llevamos dentro es que nacen todas las violencias.


Necesitamos ser engañados para poder vivir. Así sepamos que todo es mentira. Esa es la razón por la cual adoramos los disfraces. Queremos ser ese otro que somos en los sueños.


Con los años me cansé de vivir disfrazado de exitoso, de niño bien, de asesor de imagen, de estratega de mercadeo, de ser lo que no soy. Y dejé todo. Boté los disfraces de mi vida y me lancé a vivir. De tanto disfrazarme no sabía quién era o qué quería. Ser uno mismo es lo más difícil que hay. Hay que romper con todos y mantenerse al lado de uno. No es fácil. Cada vez que me encontraba con otro mi reflejo era ponerme una máscara. Disfrazarme. Poco a poco, entendí quien era y que quería. Me acepté. Me ví al espejo de la realidad y me gusté.


Ahora me disfrazo poco. Aunque me disfrazo como todos. Cada vez logro que el disfraz se parezca más a mí.

martes, 6 de octubre de 2020

Columna de Antonio Caballero sobre quién era Álvaro Gómez Hurtado

 

Como cada vez que hay muerto grande en Colombia, amigos y enemigos coinciden: «¡Qué bueno era!».

Pero de esas necrologías corteses está hecha en buena parte la falsificación de nuestra historia, que nos impide comprenderla. Por eso ahora, ante el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, me permito discrepar de esa unanimidad hipócrita que llora su cadáver. Creo que hacerlo es, además, respetar la verdadera dimensión histórica del personaje, que antes de muerto grande fue un vivo grande: pero no ese cruce improbable de Montesquieu, Leonardo y la madre Teresa que pinta en estos días la prensa, sino uno de los políticos más nefastos y dañinos que se hayan visto en esta tierra de políticos dañinos y nefastos que es la nuestra.

Nefasto, por violento. Acaba de perecer víctima de la violencia, que condenamos todos. ¿Todos? No: él no. Durante toda su larguísima vida política -50 años- Álvaro Gómez Hurtado fue un tozudo predicador de la violencia como instrumento de la política. Empezó con sus arrebatos juveniles a favor de «la acción intrépida y el atentado personal» , persistió en su madurez con la incitación al aniquilamiento físico de las «repúblicas independientes» , se empecinaba todavía en su vejez con el embeleco de que había que «tumbar el régimen» .Hace apenas un par de años se definió a sí mismo, sin arrepentimiento, como «un soldado de primera línea» .Pues nunca pudo aprender nada del hecho de que esa violencia que predicaba y practicaba hubiera resultado siempre contraproducente para sus propios fines.

De la guerra contra los liberales, el incendio de sus periódicos y de las casas de sus jefes, no salió la victoria de sus ideas, sino el derrocamiento del gobierno de su padre. El bombardeo de la “republicas independientes” expandió rápidamente la guerrilla al país entero, en vez de eliminarla. Y el régimen no ha caído, sino que el mismo Álvaro Gómez Hurtado está muerto.

La violencia que propugnó no soluciona los problemas, sino que los agrava.

Violento desde el poder. Porque si bien se presentaba últimamente (ya lo había hecho antes: casi en cada oportunidad electoral)como un adversario del régimen, su biografía ilustra todo lo contrario. Salvo en los cuatro años de su exilio bajo la dictadura de Rojas, toda la larguísima carrera política de Álvaro Gómez Hurtado se desarrolla desde el poder. El de su padre primero, de quien fue la «eminencia gris». y luego, derrotado muchas veces en sus aspiraciones presidenciales (bajo diversos nombres y diversas banderas: Álvaro Gómez Hurtado, el Salvador Nacional, bandera azul, bandera de cuadritos, bandera de arco iris), desde el poder de sus adversarios, a quienes, en vez de oponerse, prefirió siempre extorsionar para sacarles «cuotas» .Cuotas para mantener su ficción de ser periodista independiente» (la Operación K para financiar su diario El Siglo, la concesión del Noticiero 24 Horas en la televisión del Estado) y cuotas burocráticas para sostener su farsa de ser un «parlamentario independiente», como lo decía todavía, sin sonrojo, en recientísima entrevista: ministros ( en el gobierno actual todavía ), directores de instituto, gobernadores, telegrafistas, barrenderos embajadores. El mismo fue embajador varias veces: de Ospina, de Barco en los Estados Unidos, de Gaviria en Francia (sin contar la “palomitas” en la ONU). y senador toda la vida, y jefe hereditario de medio Partido Conservador desde los 30 años, y designado a la presidencia y presidente de la Asamblea Constituyente.

La simple enumeración de los cargos públicos ocupados por Álvaro Gómez Hurtado coparía entera esta columna, y basta para demoler su desfachatada pretensión de haber sido «la oposición al régimen» .El régimen era é1. Y de su corrupción -evidente- carga él con buena parte de la responsabilidad.

Porque una «oposición» que consiste simplemente en extorsionar al poder para poder participar en él, no sólo no ayuda a depurar la podredumbre, sino que contribuye a aumentarla.

Cabrían más cosas. ¿Servidor público? El propio Gómez resumió su tarea como embajador en Francia diciendo que le había servido «para ir mucho a la ópera». ¿Patriota? Su desprecio por el país -desprecio racial, cultural, político, y hasta físico- se resume en una anécdota: invitado, en tiempos del «proceso de paz» de Betancur, a entrevistarse con la guerrilla en Casa Verde en la Uribe para discutir sobre la paz, se negó con desdén: «No está uno para ponerse a visitar lejanías». Porque Colombia le quedaba muy lejos.

Que lo lloren sus deudos. Pero que no vengan a llorar ahora, al amparo de su muerte violenta, a tratar de convencemos de que Álvaro Gómez Hurtado era un héroe.

ANTONIO CABALLERO

NOVIEMBRE 6 DE 1995