Bonn,
miércoles 16 de noviembre de 2016
„Et
maintenant que vais-je faire
De tout ce temps que sera ma vie
De tous ces gens qui m'indiffèrent
Maintenant que tu es partie
Toutes ces nuits, pour quoi pour qui
Et ce matin qui revient pour rien
Ce cœur qui bat, pour qui, pour quoi
Qui bat trop fort, trop fort“
De tout ce temps que sera ma vie
De tous ces gens qui m'indiffèrent
Maintenant que tu es partie
Toutes ces nuits, pour quoi pour qui
Et ce matin qui revient pour rien
Ce cœur qui bat, pour qui, pour quoi
Qui bat trop fort, trop fort“
Canción
de Gilbert Becaud
Los viajes como los cuentos comienzan con una expectativa. Ya sea un
sueño
por realizar o un destino irremediable al que uno se ha de enfrentar.
Así fue que con decisión tomé el avión de regreso a casa después
de desandar por un tiempo mis ayeres con sus nombres de mujer y con
esos amores que nunca acabaron. Volvía a Europa con la duda de ser
ese otro que no sé si quiero ser: un hombre solitario o uno
enamorado.
Diez
y quince de la mañana,
el cielo está despejado y hacen cuatro grados de temperaura en el
aeropuerto de Barajas en Madrid. He vuelto a cruzar el Atlántico
para regresar a casa. He dejado atrás parte de mi vida para
encontrarme con la otra. Madrid es una escala, no mi destino. Vuelvo
a Bonn a lo conocido, al otro lado de mi vida que se hace y deshace
en distintos lugares del mundo. Aún debo esperar seis horas hasta
que salga mi vuelo a Düsseldorf antes de enfrentar mi destino en
Bonn.
La
mayoría de mis viajes los he hecho solo, en silencio y viviendo en
mi mente. Viajar en avión no es propiamente una diversión. Es más
bien una necesidad para llegar adonde uno se dirige, adonde lo
esperan a uno y con un poco de suerte adonde ella me espera
ilusionada.
Cada
vez que regreso a Madrid y desde la ventanilla del avión observo la
geografía de Castilla recuerdo el comienzo de Ancha es Castilla de
Eduardo Caballero Calderón:
"Al
entrar en España por la raya de Portugal, cuando venía de Colombia,
me asaltó una emoción tan honda que no puedo menos que concretarla
en palabras. No tuve la impresión de llegar sino la de volver.
Alboreaba cuando se ofreció a mis ojos la visión descarnada del
yermo de Castilla. Tierras mustias por el invierno, barridas por el
viento de la meseta...“
He
vuelto tantas veces a España,
a la tierra de los antepasados. Cada vez ha sido como un retorno a
ese otro que también vive en mí. En España no soy extranjero,
aunque sea extranjero, sino uno más. Este país, después de
Colombia, es otra patria para mí.
Tengo
seis horas de espera. Seis largas e interminables horas, pienso. Qué
hacer en un aeropuerto, si no me gusta leer cuando viajo. Caminar de
un lado al otro el terminal son diez minutos y después qué. Camino
despacio por el laberinto de escaleras, tren subterráneo y más
escaleras y pasillos que es ir desde los vuelos de fuera de Europa a
los vuelos europeos. Uno cree que se va a perder la primera vez que
lee que para llegar a su terminal necesita veinticuatro minutos. Pero
está tan bien señalizado que no hay pierde posible. Como ahora los
colombianos tenemos visa Schengen la entrada es muy fácil. Esta vez
no vi los grupos de policías observando a los pasajeros ni los
perros anti drogas. Pero aún tengo seis horas ante mí y no sé qué
hacer.
Me
siento cerca al mostrador para abordar el avión y entro en
modo espera: mitad observando a la gente, la otra mitad perdido en
quién sabe qué pensamientos. Es el momento en que mi mente escoge
lo que pienso y no yo.
La
gente va y viene en oleadas según salen los vuelos. Hay momentos de
gran actividad. Pasan parejas jóvenes, viejas, feas,
intrascendentes, que se nota que se quieren, o solo se soportan, o
que ya son más compañeros que amantes. La mayoría de la gente está
sola. Todos tienen esa cara del que no sabe bien que le espera o
adonde debe ir. Lo típico. Pero también hay los grupos grandes de
jóvenes que se van de excursión, bulliciosos, risueños y
optimistas. Y el grupo de viejos que entre despistados y divertidos
hacen un tour a Roma. En las sillas estamos los condenados a esperar.
Supongo que son empleados de alguna empresa visitando clientes, otros
serán ingenieros que han viajado a reparar alguna maquinaría pesada
y otros no tengo ni idea de qué harán pero están ahí cerca de mí
tan aburridos como yo. Por los gigantescos ventanales pasa la luz
madrileña que todo lo cubre. Mi memoria regresa a ese lejano mayo de
1978 en que siendo un joven recién salido de la adolescencia llegué
a España en busca de mi destino. Y a las muchas veces que he vuelto
a desandar calles y plazas de Madrid en cada uno de las estaciones
del año y de mi vida. De alguna manera que no entiendo, España es
parte de mí. Quizá punto de encuentro o de enlace; o por qué no,
de destino.
Hay
una pausa del ir y venir de las personas. El terminal se queda solo.
Tengo sueño. Cierro los ojos. Dormito. Voy y vengo del inconsciente
a la realidad. Cabeceo. Quiero acostarme a dormir. En las sillas de
un aeropuerto no se puede dormir. Al menos yo no.
Este
largo viaje de casi dos meses parece un sueño, una fantasía de mi
imaginación. Regresar a Bogotá, ver a mamá y papá, mis amados,
generosos y maravillosos padres. Irremediablemente tiernos conmigo.
Cinco semanas únicas. Los tres, la casa y las charlas
intrascendentes que forman ese tejido emocional que nos hacer ser lo
que somos. Volver a ver a mis hermanos, sentirlos, saber que no son
recuerdo, sino afecto real. Y los amigos, los ayeres perdidos en la
memoria, en el olvido la mayoría. Y verla a ella, dulce recuerdo del
amor que nunca acaba, ya con otro y todavía queriéndome. Aún me
halaga la manera en que sus ojos se detienen en los míos, como sus
dedos rozan mi mano, como se acerca a mi oído para susurrarme algo y
luego deja que sus labios recorran mi cara...dios...la amo aún.
Y
luego volar a Chicago. Regresar a la Universidad de Loyola al
departamento de lenguas modernas y literatura para charlar sobre mi
libro de poemas Adamar. Después de diez años volví a la
universidad. No suelo frecuentar el mundo académico. Me niego a
darme a conocer. Me gusta que se conozca mi obra poética más yo
prefiero permanecer detrás, entre bambalinas, entre las líneas y
palabras de mis versos. Dejar que se luzca lo importante: la palabra.
En el fondo es timidez. No me gusta ser el centro de atención. Pero
a la vez quiero serlo. En mí hay esa lucha entre ser y mostrarme.
Entre el silencio y el aplauso. Entre mi segura soledad y la duda y
la angustia de estar entre los otros. La realidad es que fueron cinco
días de vértigo, charlas, muchos jóvenes, la siempre sorpresa de
que a los ojos de los estudiantes soy un maestro, uno que sabe mucho.
Su encantadora admiración por el poeta. Y los profesores de español
colaboradores, risueños y con los que salí a recorrer la Chicago
helada de fines de otoño, montar de nuevo el metro elevado visto
tantas veces en las películas y comer en un restaurante de un
rascacielos con vista al enorme lago de Michigan. Qué modesto eso de
lago cuando es un mar. Y vivir la ciudad en éxtasis por la serie
mundial entre los Indios de Cleveland y los Chicago Bulls, quienes
después de ciento dos años ganaron la serie. Una suerte para este
aficionado al béisbol y a los Chicago Bulls, cuyos partidos veía
por HBO a finales de los noventa. Windy City desmesurada y acogedora,
donde uno no es nadie, uno más entre millones pero se siente tan a
gusto. Bueno en ese gusto ayudó la profesora asistente para
literatura latinoamericana, Gabriela Andújar. Alta, delgada, muy
guapa y pelirroja. Y además andaluza. Una mujer de una simpatía
arrolladora, divertida, siempre riendo y de un profundo concimiento
de la poesía colombiana. Así que si no fuera por google me hubiera
visto a gatas para mantener una conversación seria sobre los poetas
antioqueños, tema de su principal interés y del que hace su tesis
para aspirar al PhD. Y yo tan simple, tan escaso de títulos y tan
lleno de sueños deslumbrado por esta mujer maravilla al borde de
cumplir los cuarenta. Es decir, perfecta.
De
pronto regresa la multitud. Ruido de pisadas afanadas, nerviosas,
inseguras, tranquilas, aburridas. Pisadas de cientos de personas en
tránsito hacia otro destino, en busca de la felicidad, del desastre
o de una cita más de trabajo, del monótono trabajo con que la
mayoría se ganan el dinero para vivir. Si es que después del
trabajo aún les quedan ganas de vivir. Porque el trabajo es un mata
pasiones. Gente sin rostro, sin nada que nos una, sólo el instante
fugaz del encunetro en el terminal de un aeropuerto. Seres destinados
a olvidarse de inmediato, para siempre. Como la vida misma: estamos
destinados a olvidar y a ser olvidados. No hay tiempo que perder,
aunque la vida en sí es una pérdida de tiempo.
Estoy
sentado en un aeropuerto durante horas donde pasa la vida sin vida de
los otros desconocidos, tan desconocidos como yo para ellos. Pasan y
pasan. Ni ellos ni yo somos importantes. Estamos en medio de un
sistema de transporte. Sujetos que como objetos son llevados de aquí
para allá. Cada uno sabe su destino. Hay ruido de multitud y en cada
uno la silenciosa incertidumbre que llevamos dentro: para qué todo
esto.
Esperar
en un aeropuerto es el presagio del limbo. Estar más que ser.
Mientras esperamos no somos, estamos. Estamos esperando. No somos
esperando. Las ganas de vivir se desaparecen entre las interminables
horas de la espera. Nada importa. Todo aburre. Todo es nada.
Sumergidos en la intrascendencia. Ser sin ser. Esperando,
desesperando. Resignados. Con la mente vacía y el cuerpo cansado.
Sentados en medio de la pasajera multitud. En medio del paisaje de la
arquitectura imponente e inhumana de un aeropuerto.
Al
principio los pensamientos son agudos, interesantes. Está el
recuerdo de lo recientemente vivido y lo que haremos a la llegada. Luego, divago.
Me pierdo en mi memoria, en mi desmemoria. Dejo que las imágenes
vuelen en mi cerebro, que se pierdan, se refundan, se alejen, se
escondan. Tantos
hechos importantes que se guardan en la memoria. Esa otra vida sin
fotos, ni palabras ni charlas. Salvo el recuerdo silencioso de lo que
también hemos sido y nadie sabe.
Pero
su recuerdo siempre vuelve a mí. Ese maravilloso y doloroso ayer que
nunca termina de irse. Ella es un tenue dolor lejano, transparente. Ella aún presente. Mitad fantasma, mitad imaginación. Ella, a quien no
volveré a oír, a sentir, pero sí a soñar. Ella que fue un día la
otra orilla de mí.
Tantos
días, semanas y meses que me quedé esperando esa llamada que jamás
hizo. Qué humillación, que vergüenza conmigo mismo.
Pero al volverla a ver y sentirla junto a mí volví a caer en mi
debilidad, en mi adicción: quererla.
Oscurece
en Barajas. Oscurece en mi memoría. Oscurece mi vida en soledad.
Oscurece y el mundo vuelve a ser presente. Acá estoy esperando el
avión que me lleve a lo seguro, a casa, a mi refugio y al resto de
mi vida sin ella. Me pregunto sin quererlo si volverá algún día el
amor. No lo creo, no lo siento así.
El
mostrador se pobló de viajeros, de desconocidos que por dos horas
serán mis compañeros de viaje. Desconocidos de antemano y para
siempre. Seres olvidables. Pero ella sigue ahí, en mí y me viene a
la memoria el poema de Pablo Neruda:
„..Aún
no estoy preparado para no tenerte
y sólo recordarte...
Aún no estoy preparado para no poder oírte
o no poder hablarte,
no estoy preparado para que no me abraces
y para no poder abrazarte....“
y sólo recordarte...
Aún no estoy preparado para no poder oírte
o no poder hablarte,
no estoy preparado para que no me abraces
y para no poder abrazarte....“