La
señora Von Bummel, mujer alta hasta la exageración, pelo alborotado
pintado de nórdica, bronceado de mujer que le da la cara a los años,
ha abierto la puerta del edificio mientras hace malabares con los
paquetes de la compra. Maneja
un Porsche rojo que parquea cada tarde a la misma hora frente al
edificio, y sale como una Walkiria de él. Es enorme y decidida.
Mientras cierra la puerta gira y me mira. Sonríe y me saluda „Herr
Guzmán, draussen friert!“ Es cierto. Al abrir la puerta se ha
colado un ventarrón helado que me abraza con descaro. He bajado a
recoger el periódico. Me gusta desayunar mientras leo periódicos.
Le devuelvo el saludo y hago un gesto para ayudarla con los paquetes,
pero se niega. A los alemanes no les gusta que los ayuden si no es
necesario. La veo mayor que yo, pero es probable que sea de mi edad.
Me temo que con los años he perdido la capacidad de verme reflejado
en los otros viejos que como yo vivimos en este país. Le sonrío, me
despido y subo las escaleras. Quiero desayunar. Necesito sentir el
agradable calor del apartamento. Afuera sigue el frío del amanecer.
El
viento es lo que hace que el frío del invierno se sienta tan helado,
que quema. Y hoy recorre alocado las calles buscando a ciegas por las
ramas de los árboles o detrás de las paredes a alguien en quien
cobijarse, con quien compartir la ausencia de sol.
El
frío no es tristeza. El frío nos recuerda la necesidad que tenemos
de los otros. Cuando llega el frío es el momento de correr hacia
quienes amamos y decírselo antes de que sea demasiado tarde, pienso
mientras entro a la oscuridad de mi apartamento. Me he acostumbrado a
andar a oscuras mientras amanece para ver cómo cambia el cielo y la
ciudad se llena de luz.
De
niño, cuando sentía frío, corría a los brazos de mamá. El frío
desaparecía por encanto entre sus besos y abrazos. Desde esos días
han transcurrido muchos fríos, muchos días, muchos amores y
demasiadas ausencias. Pero aún recuerdo que la Bogotá de mi niñez
era fría, lluviosa, verde y tranquila.
Esta
mañana, el frío ha amanecido acostado en los jardines, recostado en
los techos y sobre los carros. Es un frío blanco, erizado y
cristalino que lo cubre todo. Observo desde la ventana al frío que
silencioso, alerta, respirando tranquilo espera a alguien a quien
acompañar por el camino. Estoy parado detrás de los cristales, e
imagino todos los universos que hay más allá bajo este mismo cielo
que poco a poco deja la oscuridad y se despereza.
Las
luces de la mayoría de apartamentos sigue apagada. Hoy es el
Rosenmontag. La cumbre del carnaval: el desfile final. He estado en
varios desfiles bajo la lluvia, helado hasta la raíz del pelo, bajo
un cielo gris, húmedo y, sin embargo, embriagado por el ambiente de
alegría y euforia de la gente. Son cientos de miles los que salen a
esperar el paso de las carrozas y las comparsas que van tirando
Kamellen, dulces, sorpresas y flores. Los niños son los que más
disfrutan de las toneladas de dulces que ese día se lanzan a la
multitud. Todos regresan a casa con bolsas llenas de cosas. Hay
dulces para meses, digo yo.
El
viento frío arrecia afuera. Las ramas de los árboles se mecen
sorprendidas por la fuerza del viento. En las ventanas golpea el frío
y se asoma a mirarme. Menos mal no tengo que salir hoy, pienso, y me
siento a leer.
Hoy
he leído un texto de Víctor Paz Otero que me ha gustado:
„Nunca
he estado aquí. Nunca nada ha sido mío. Ese ajedrez atormentado que
me aguarda jamás ha enfrentado conmigo una partida. Esas ciudades
sumergidas en la niebla. Esos libros amargos que esconden los
secretos. Ese espejo sin fondo donde permanecen vivas todas las
imágines. Todo este universo, y los otros universos, todo es
ilusorio y no me pertenece. En esta ausencia pura que me cubre, sólo
tu cuerpo enamorado es existencia.“
Mi corazón mira la ciudad sumergida en la niebla que un día fue el hogar del amor. ¿En qué ciudad andarás tú y qué niebla te esconderá de mis recuerdos?
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