lunes, 11 de febrero de 2013

Ciudades sumergidas en la niebla





La señora Von Bummel, mujer alta hasta la exageración, pelo alborotado pintado de nórdica, bronceado de mujer que le da la cara a los años, ha abierto la puerta del edificio mientras hace malabares con los paquetes de la compra. Maneja un Porsche rojo que parquea cada tarde a la misma hora frente al edificio, y sale como una Walkiria de él. Es enorme y decidida. Mientras cierra la puerta gira y me mira. Sonríe y me saluda „Herr Guzmán, draussen friert!“ Es cierto. Al abrir la puerta se ha colado un ventarrón helado que me abraza con descaro. He bajado a recoger el periódico. Me gusta desayunar mientras leo periódicos. Le devuelvo el saludo y hago un gesto para ayudarla con los paquetes, pero se niega. A los alemanes no les gusta que los ayuden si no es necesario. La veo mayor que yo, pero es probable que sea de mi edad. Me temo que con los años he perdido la capacidad de verme reflejado en los otros viejos que como yo vivimos en este país. Le sonrío, me despido y subo las escaleras. Quiero desayunar. Necesito sentir el agradable calor del apartamento. Afuera sigue el frío del amanecer.

El viento es lo que hace que el frío del invierno se sienta tan helado, que quema. Y hoy recorre alocado las calles buscando a ciegas por las ramas de los árboles o detrás de las paredes a alguien en quien cobijarse, con quien compartir la ausencia de sol.
El frío no es tristeza. El frío nos recuerda la necesidad que tenemos de los otros. Cuando llega el frío es el momento de correr hacia quienes amamos y decírselo antes de que sea demasiado tarde, pienso mientras entro a la oscuridad de mi apartamento. Me he acostumbrado a andar a oscuras mientras amanece para ver cómo cambia el cielo y la ciudad se llena de luz.

De niño, cuando sentía frío, corría a los brazos de mamá. El frío desaparecía por encanto entre sus besos y abrazos. Desde esos días han transcurrido muchos fríos, muchos días, muchos amores y demasiadas ausencias. Pero aún recuerdo que la Bogotá de mi niñez era fría, lluviosa, verde y tranquila.

Esta mañana, el frío ha amanecido acostado en los jardines, recostado en los techos y sobre los carros. Es un frío blanco, erizado y cristalino que lo cubre todo. Observo desde la ventana al frío que silencioso, alerta, respirando tranquilo espera a alguien a quien acompañar por el camino. Estoy parado detrás de los cristales, e imagino todos los universos que hay más allá bajo este mismo cielo que poco a poco deja la oscuridad y se despereza.

Las luces de la mayoría de apartamentos sigue apagada. Hoy es el Rosenmontag. La cumbre del carnaval: el desfile final. He estado en varios desfiles bajo la lluvia, helado hasta la raíz del pelo, bajo un cielo gris, húmedo y, sin embargo, embriagado por el ambiente de alegría y euforia de la gente. Son cientos de miles los que salen a esperar el paso de las carrozas y las comparsas que van tirando Kamellen, dulces, sorpresas y flores. Los niños son los que más disfrutan de las toneladas de dulces que ese día se lanzan a la multitud. Todos regresan a casa con bolsas llenas de cosas. Hay dulces para meses, digo yo.
El viento frío arrecia afuera. Las ramas de los árboles se mecen sorprendidas por la fuerza del viento. En las ventanas golpea el frío y se asoma a mirarme. Menos mal no tengo que salir hoy, pienso, y me siento a leer.

Hoy he leído un texto de Víctor Paz Otero que me ha gustado:

Nunca he estado aquí. Nunca nada ha sido mío. Ese ajedrez atormentado que me aguarda jamás ha enfrentado conmigo una partida. Esas ciudades sumergidas en la niebla. Esos libros amargos que esconden los secretos. Ese espejo sin fondo donde permanecen vivas todas las imágines. Todo este universo, y los otros universos, todo es ilusorio y no me pertenece. En esta ausencia pura que me cubre, sólo tu cuerpo enamorado es existencia.“


Mi corazón mira la ciudad sumergida en la niebla que un día fue el hogar del amor. ¿En qué ciudad andarás tú y qué niebla te esconderá de mis recuerdos?

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