Era
inevitable, el dolor de la ausencia le recordaba su amor. Sólo
quería volver a esa región donde sólo dos son. Quería
morder un poco de esa otra realidad. Sentir que los sueños no habían
muerto. Que todo seguía como antes. Que esa mujer que aún amaba y
seguía intacta en su memoria, podría volar de nuevo a él y
devolverle el amor.
Entre
los dos ya no hay nada. Sólo una distancia que llueve desde hace
tiempos. Un viento que llega hasta su orilla y muere. Un mar de
recuerdos que vienen y se van. Como un día esplendido que no termina de
olvidarse.
Salvo las miradas. Esas largas y profundas miradas que lo recogían en sus redes y se lo llevaban con ella. También estaba ese siempre que pronunció una tarde desde la distancia y con los ojos llenos de lágrimas.
Salvo las miradas. Esas largas y profundas miradas que lo recogían en sus redes y se lo llevaban con ella. También estaba ese siempre que pronunció una tarde desde la distancia y con los ojos llenos de lágrimas.
Gabriel
dejó de escribir. Levantó los ojos y miró más allá de su
memoria. Regresó a los ojos de ella para buscarla, para entenderla,
para recuperarla, para no morir de soledad en esa mañana de febrero
con el frío del invierno a sus espaldas.
Gabriel
suspiró. Estaba solo. Era un náufrago en una isla de concreto
rodeada de desconocidos que lo separaban de ella. Tomó
un lápiz y sobre una hoja en blanco escribió:
Poema
para ella
Podría
quedarme
en
esta calle sin salida,
en
esta playa a orillas de tus ojos,
en
esa noche larga de otros días,
en
esta hora del universo detenido,
en
esta página de nuestra vida,
en
esta tarde llena de recuerdos,
en
esta caricia del viento,
en
estas palabras que aún no has leído;
podría
quedarme contigo
a
soñar para toda la vida.
Al día siguiente, Gabriel
se despertó, miró al lado y se dio cuenta de lo inevitable: ella había volado para siempre.
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