domingo, 21 de septiembre de 2014

Las fiestas de fin de año

 

Para mí no había nada más triste que las fiestas de fin de año de las empresas. Esa obligación de estar alegre me era insoportable. No me sentía cómodo traicionando a la alegría, que cuando era espontánea, me había dado grandes momentos. Ese vestirme de igual a los demás y de sentirme tan bien como los demás no era lo mío. Me parecía muy bien que la gente se divirtiera, que por un instante todas las diferencias abismales entre unos y otros de los empleados desaparecieran y todos, como si fuese posible ser iguales, comieran, hablaran, rieran y bailaran juntos. Yo no era así. No podía hacer cosas por obligación. Sólo podía hacer cosas por convicción ya fuera buenas, malas o banales. Renunciar a mi personalidad para integrarme en la dinámica de un grupo no era posible para mí. Sin embargo, nunca dejé de asistir a esas fiestas. Me sentaba en una mesa retirada, y en silencio esperaba que transcurrieran las horas y la alegría de los demás hasta que ya no me veían ni me tomaban en cuenta. Entonces podía escurrirme en silencio por la vacía puerta del salón de fiestas mientras atrás quedaba el ruido de la alegría de los demás. Mientras caminaba por la noche oscura y sola hacia mi carro me volvía la alegría al cuerpo. La alegría de saber que pronto iba a estar de nuevo entre mis amados libros lejos de todos y tan cerca de mí.

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