Para
mí no había nada más triste que las fiestas de fin de año de las
empresas. Esa obligación de estar alegre me era insoportable. No me
sentía cómodo traicionando a la alegría, que cuando era
espontánea, me había dado grandes momentos. Ese vestirme de igual a
los demás y de sentirme tan bien como los demás no era lo mío. Me
parecía muy bien que la gente se divirtiera, que por un instante
todas las diferencias abismales entre unos y otros de los empleados
desaparecieran y todos, como si fuese posible ser iguales, comieran,
hablaran, rieran y bailaran juntos. Yo no era así. No podía hacer
cosas por obligación. Sólo podía hacer cosas por convicción ya
fuera buenas, malas o banales. Renunciar a mi personalidad para
integrarme en la dinámica de un grupo no era posible para mí. Sin
embargo, nunca dejé de asistir a esas fiestas. Me sentaba en una
mesa retirada, y en silencio esperaba que transcurrieran las horas y
la alegría de los demás hasta que ya no me veían ni me tomaban en
cuenta. Entonces podía escurrirme en silencio por la vacía puerta
del salón de fiestas mientras atrás quedaba el ruido de la alegría
de los demás. Mientras caminaba por la noche oscura y sola hacia mi
carro me volvía la alegría al cuerpo. La alegría de saber que
pronto iba a estar de nuevo entre mis amados libros lejos de todos y
tan cerca de mí.
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