Confieso
que yo también trotaba. Y confieso que nunca me gustó. No entendía
por qué cansarse sin remedio hasta quedar sin aliento y dolor de
vaso. En fin, esa tortura inútil no era para mí. Nunca lo fue. Pero
igual trotaba. Trotaba todos los días. O casi todos los días. Y yo
no entendía para qué. Pero, trotaba.
Y
cada vez que terminaba de trotar estaba ahogado, mamado, agotado.
Pero había trotado. Todos trotaban, luego yo también trotaba. Y era
flaco, alto y sano como suelen ser los jóvenes.
No
entendía para qué servía trotar: ese fatigarse sin remedio, ese
sudar cual loco desatado, ese ahogarse y morirse de sed, ese calor
insoportable en el cuerpo. Ese enmelocote que es uno después de
trotar y todo para qué. Yo no lo sabía, pero trotaba.
Un
día alguien me explicó que se trota para mantenerse en forma, para
estar saludable. Entonces me gustó mucho menos trotar. Pero trotaba
y ya entendía para qué la gente le gusta ponerse colorado como si
se fuera a morir, jadear y sudar como marranos: para estar
saludables. Y todos sabemos que la salud es muy importante. En
realidad lo único importante.
Así
que yo seguí trotando aunque no me gustaba. Trotaba en la casa, en
el parque, por las calles y subía y bajaba escaleras corriendo. Y
era flaco, alto y joven. Pero no me gustaba trotar.
Un
día de esos días que sólo suelen suceder en las películas porque
confirman lo que el protagonista ha pensado de las cosas y que nadie
le cree. Un día de esos que si no fuera porque lo viví, no me
comería el cuento ni de vainas. Pero así sucedió, a pesar de que
no era posible. Iba yo corriendo con un grupo de amigos, entre ellos
el chacho de la pradera, el nonplus ultra de los fanáticos del
trote, el super sano, el héroe de los que les gusta sudar mucho, él
que era sólo músculos, cuerpo de dios, bronceado permanente y
mirada de yo me acuesto con quien quiera, que siempre trotaba a la
cabeza y cuando todos habíamos desistido de la tortura, es decir de
trotar, el desgraciado seguía trotando quince minutos más y llegaba
con una sonrisa de oreja a oreja mientras nosotros seguíamos
tirados en el prado tratando de recuperar el aliento y encontrar una
razón plausible para hacernos esa maldad de trotar todos los días.
Ese día él también iba adelante y como siempre sonriendo y con la
ropa de moda para correr aún mejor. Yo como siempre con un par de
tenis Croydon blancos y sencillos como sencillo era mi deseo de no
correr más. Pero, si todos trotaban, yo trotaba. Y así todos
trotábamos detrás del ejemplo viviente de lo saludable. Después
del primer kilómetro, se desplomó el gran deportista. Así como se
caen los heridos de muerte en las películas: sin ruido y con los
ojos perdidos en un horizonte que ya no es de este mundo. El hombre
más saludable que yo conocía se había muerto de repente y yacía
como un pollo tieso en el piso con la cara del color de la cera, de
las velas de noche. Lo había matado el trotar, el elexir del salud.
Había muerto por saludable. Había colgado los tenis para siempre.
Era un cadáver más. No era nadie. Y yo estaba cansado de trotar.
Así
que me alejé para siempre de esos amigos, de ese mundo, de la salud
y, sobre todo, de trotar. Yo no quería estar sano, yo quería vivir.
Y decidí vivir y vivir a mi manera: me puse a escribir y desde ese
día no he dejado de escribir. Aunque según los gurús de la salud
debería estar muerto hace años.
Mientras estoy escribiendo este texto veo a través de la ventana a una pareja trotando.
Yo nunca trotaba, nunca trote y mucho menos corrí, de gordito infeliz toda la infancia, a langaruto descuidado en la adolescencia, pero era sano, alto e infeliz, los años golpean fuerte y me convertí en una masa gigante y descomunal, pero era grande, alto e infeliz y al igual que a ud. me encantaba escribir. Luego apareció ella y me hizo salir, me llevo a montar bicicleta, a caminar al parque, a trepar al cerro, bajarlo y volverlo a subir. La chica se fue, pero me quedo el mal habito de correr tras de nada (ni siquiera un balón), de terminar mamado después de subir una colina empinada en bicicleta y descender luego como un animal, de buscar zapatos para correr una vez al mes... Al igual que para ud. no deja de ser una tortura pero con la diferencia de que entendí de que cuando me torturo no pienso, no existo, no existe ella ni nadie y eso tal vez me hace menos infeliz!
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