Isabella
sigue en el mar. La veo correr, chapotear, lanzarse bajo las olas,
volver a salir, lanzarme agua aunque estoy lejos y el agua no me
llega. Me sonríe y no deja de mirarme. Se voltea y corre hacia el
horizonte. Es mediodía y este rincón de la playa está solo.
Queremos estar solos. Disfrutar el uno del otro. Ser de los dos.
Hemos llegado hacia las once de la mañana en un carro que hemos alquilado en Schwerin. El hotel está en el bulevar que da a la playa. Una de esas casas construidas a comienzos del siglo veinte para los señores de la gran ciudad que venían a pasar el verano al mar. El hotel es pequeño, confortable y nuestra habitación tiene un balcón con vista al mar. Isabella no ha perdido el tiempo. Se ha puesto el bikini y me ha obligado a ponerme el vestido de baño para ir a la playa. Así que estoy acá sentado sobre una toalla en esta soleada playa obervando maravillado la belleza de Isabella. De esa muchacha que me quiere, que no le importa el qué dirán. Porque el qué dirán sólo existe en nuestra inseguridad, dice ella.
El
agua del Bático es fría. Pero hoy está agradable. Bueno, más o
menos. Yo he entrado con ella al agua y me he zambullido bajo las
olas y nadado mar adentro. No muy lejos, porque este mar es
traicionero y tiene corrientes muy fuertes que se lo pueden llevar a
uno. Isabella nada a mi lado, a mi ritmo tranquilo que me permite
nadar por más tiempo. Ya no soy el nadador de San Andrés. Nos
abrazamos. Nos besamos. Nos queremos. Nos queremos demasiado. Nunca
es demasiado. Nunca es demasiado, repite Isabella cuando me habla de
lo mucho que me quiere.
Después
de un rato, yo he vuelto a la playa e Isabella se ha quedado en el
agua. Y allí es donde la estoy viendo en este momento: dorada por el
sol y por el verano, de los pies a la cabeza bella, llena de vida y
juventud. Parece una diosa, mi diosa del amor. Viene hacia mí. Se
ríe. Yo me paro sin dejar de mirarla mientras sostengo su toalla en
la mano. Llega a mí y me abraza. Me dice, mientras recuesta su
cabeza en mi pecho, que oye mi corazón hablándole al de ella. La
beso. No paro de besarla en el pelo, en la cara, en el cuello.
Isabella, la playa y este instante eterno en que somos felices.
Me
gusta el querer espontáneo de ella. Me gusta ella, su mirada
infinita que me sonríe cuando se cruza con la mía. Me gusta cuando
me coge de la mano así al descuido, cuando me besa de repente como
mil veces al día. Me gusta cuando sale corriendo y desde lejos se
voltea a mirarme y me grita que me quiere.
Me
gustan sus veinte años que todo lo abarcan y a nada le temen, su
incansable deseo de jugar, de saber, de amar y de vivir. Ese
enamorarse sin remedio de la vida que es ella. Isabella hace que la
vida me enamore.
Me
gustan sus ojos que parecen ver más allá, su sonrisa que le quita
la tristeza a cualquiera, su pelo largo que vuela y baila al ritmo de
sus movimientos, sus gestos: esa manera que tienen sus ojos de
llenarse de estrellas cuando me habla de un tema que le fascina como
su piano y los conciertos de piano. Me gusta su cara, su preciosa
cara de mujer y de inocencia. Me gusta su manera de mostrar sus
emociones y sus sentimientos, la forma de expresarse y esa manera
que hace que el alemán se oiga como un idioma cálido y enamorador.
Me
gusta como me quiere, como me hace sentir único, como duerme a mi
lado y el calor de su cuerpo que me tranquilza, su olor a durazno y a
primavera, su natural desnudez cuando camina por la casa, esa manera
que tiene de despertarme con una sonrisa y su forma interminable de
darme las buenas noches hasta bien entrada la mañana.
La
quiero porque sí, porque es ella, porque es la primavera y porque me
quiere como yo siempre quise que me quiseran.
Tenemos
setenta y dos horas para los dos. Estamos en el paraíso y somos
eternos. Nos abrazamos mientras una suave brisa nos envuelve. El sol
está en su apogeo. La arena de la playa nos cubre los pies. En este
instante somos el universo. Nos queremos y eso es todo lo que
queremos.
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