lunes, 28 de abril de 2014

Mi encuentro con Isabella de Montfort Parte 2



Parte 2


Es mediados de junio y hace calor a orillas del Rin. El cielo amanece cada día azul y todo resplandece. La gente disfruta de la vida y yo con ella. Es el tiempo de no preocuparse, de aprovechar el instante, de vivir. Los días como hoy son escasos en la vida y sería un desperdicio no gozarlos hasta las últimas consecuencias. Disfrutar la eternidad de cada instante y del presente son una tentación irresistible.
Caer en la tentación está condenado por la beatería religiosa y filosófica, pero yo que nunca he pretendido ser más que ninguno, me dejaré caer en las tentaciones que la vida tenga aún que ofrecerme. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe a mí. Es el momento de salir a vivir. Al fin. Voy a dejarme caer en la tentación de ser yo mismo.
Nos sentimos extranjeros en el presente. Quisiéramos huir al pasado. En los errores irremediables parece que nos sentimos más seguros. Hoy quiero vivir, vivir este presente que no conozco, que me está envolviendo desde esta mañana, desde hace días, desde hace un rato, desde siempre, desde ya.
Estoy a punto de salir del apartamento para ir a la estación del tren y viajar a Mainz a visitar a mi hija. Son las dos y media de la tarde de un miércoles de junio y el sol brilla en el cielo azul. Llevo mi buen ánimo y una maleta pequeña con mi piyama, tres camisas, dos pantalones, un saco, tres pares de medias y otro par de zapatos. La calle está sola. Pero se oye el ruido de la ciudad. Ese murmullo permanente que envuelve la ciudad. A mis vecinos casi nunca los veo. La pareja de jóvenes franceses con su hija de dos años, que viven enfrente tienen horarios distintos al mío; la pareja de pensionados alemanes que viven a oscuras, en silencio y oliendo a ajo poco salen y cuando salen parecen una pareja de la DDR; la alemana enorme que dicta clases de alemán a extranjeros y que chismorrea a todo el barrio sí que la veo y oigo; y en el piso de abajo vive la familia de Zimbabue con sus diez hijos, que en verano se apropian de los jardines y los llenan de gritos, de risas y de vida y los hindúes que ponen en la puerta velas, caminitos de sal y símbolos religiosos para protegerse. Somos multi culti, como dirían acá en Alemania. Pero hoy no veo a ninguno. La calle me espera. El aire tibio y oloroso a naturaleza me envuelve. Me hace feliz.
Camino por la Kennedyallee hasta el paradero donde cojo el bus 610 o el 611 que me llevan hasta el Hauptbahnhof de Bonn. El viaje dura exactamente diez y seis minutos. El bus lo usan en su mayoría los niños, los jóvenes, los pensionados, los trabajadores, los oficinistas y los extranjeros. El bus es un excelente observatorio de la sociedad. Se ve de todo: desde bobos hasta políticos. Me encanta la puntualidad del servicio público alemán. Me bajo en el centro, cruzo la calle y ya estoy en el Hauptbahnhof. Voy a visitar a mi hija en Mainz. Mínimo dos veces al mes viajo a visitarla, aunque ella viene casi todos los fines de semana a casa. Supongo que no he superado la hijitis.
La estación del tren está llena de gente esperando en los diferentes andenes. Hoy hay muchos grupos de pensionados o gente de mi edad. Es algo típico alemán: viejos viajando. Pero también hay jóvenes y gente en plan viaje de trabajo. El tren es el medio más popular de transporte. A mí me parece la mejor forma de viajar. No hay ruido, es cómodo, es rápido, es seguro y el paisaje es inigualable. Aunque de tanto viajar la misma ruta ya no miro tanto al Rin, sus castillos, sus viñedos, sus pueblos y ese conjunto romántico y perfecto que es Alemania. Prefiero soñar. Desde niño me ha gustado soñar. En ese mundo me siento seguro, es mi segundo hogar. Allí me refugio cuando estoy triste o me he derrotado. También cuando la vida me sonríe me encierro en mis sueños para disfrutar de la realidad.


Mi tren, el IC 2027 que viene de Bremen con destino a Stuttgart, para en el andén 3. Allí estoy yo en mi oficio predilecto: mirar a los demás e imaginar su vida, su instante y sus posibilidades en la vida. El tren tiene diez minutos de retraso y yo he llegado diez minutos antes. Es algo que me quedó de Bogotá: salir con tiempo porque nunca se sabe si el bus pasa a tiempo o no. Es parte de mí. El andén está lleno. Una mujer mayor, al menos mayor que yo eso creo, pregunta por el horario del tren, una pareja alternativa con sus morrales camina de afán, un grupo de turistas alemanes habla animadamente con el que parece ser el guía, varios hombres con maletín esperan pensando en quién sabe qué, unas chicas enfrente charlan y miran a un chico que pasa, pasa una mujer sin dientes, drogadicta seguramente, ofreciendo el periódico de los sin techo, nadie la mira, una mujer joven, guapa y extranjera empuja un coche de bebé con un niño al lado, parece buscar a alguien, por el altavoz anuncian la llegada de un tren de cercanías. Me recuesto contra la baranda de la escalera que sube al andén y volteo a mirar a una joven que sube con la que parece ser la mamá. Me quedo mirándola. No puedo dejar de mirarla. No quiero dejar de mirarla.
Debe tener veinte años. Es alta. Delgada. Guapa. Lleva el pelo recogido. Tiene la piel dorada. Ojos café. Se viste a la última moda. Bolso y botas de esas que cuestan miles de euros. Hay una elegancia natural en todo lo que hace. Se está despidiendo de la mamá. Es obvio que es su mamá: también es alta, delgada y guapa.

Mientras la mamá se aleja, la joven se voltea a mirar. Ve que la miro, que la observo mejor dicho, no le molesta y se sienta en el suelo recostada contra la baranda del andén. Está a unos dos metros de mí. Dos metros de distancia entre ella y yo. La miro. No caigo en cuenta de que no he dejado de mirarla. Se pone los audífonos y se va su mundo de sueños. Alza la vista y me mira. Se detiene ese segundo más que significa. Mi consciente inconsciencia lo percibe. Ese segundo que hace la diferencia entre no me interesas y sí, te he visto, te reconozco, te sé.
Sigue en su mundo. Yo le doy una pausa. No muy larga. Me volteo de nuevo a mirarla y me está mirando. Con tranquilidad, sin afanes, dominando la situación deja de mirarme. Yo sí sigo mirándola. Me siento atraído.

Por el altavoz anuncian la llegada del tren. Todo el mundo coge sus maletas y se acerca a la orilla del andén. Del norte se ve la locomotora roja de la Bahn acercándose. La joven se ha levantado y mira hacia el tren. Quedamos en la mitad de un vagón y hay que escoger entre una puerta al principio del vagón o la otra al final. Miro cuál escoge ella y la sigo. Pero en esa puerta hay demasiada gente y me dirijo a la otra. Nunca volveré a ver a la joven alta, guapa y elegante, pienso mientras camino de prisa hacia la otra puerta que se ha llenado de viajeros que quieren subir.

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