jueves, 13 de noviembre de 2014

Vivimos disfrazados


Vivimos disfrazados y disfrazados morimos. De cuando en cuando logramos quitarnos el disfraz y ser nosotros. Al fin ser. Pero sin disfraz no sale nadie a la calle. La calle exige disfraz.

En Bogotá me disfracé por primera vez a los cuatro años de alumno de colegio. Disfraz que me acompañó hasta el día de la graduación. Con ese disfraz llevé vidas paralelas entre el aburrido aprendiz de idiomas imposibles, pasando por el de silencioso alumno que dormía con los ojos abiertos hasta el de amigo de mis amigos, donde podía quitarme el disfraz y ser yo.
La amistad es lo mejor que me dejó el colegio.

Luego me disfracé de estudiante de arquitectura y de derecho. Descubrí que copiar era una forma de crear y de llegar al éxito y que el delito era la línea más corta entre la codicia y la riqueza. Ya entonces noté que no me gustaban los disfraces.Menos el disfraz que mi casta usaba para quedarse con todo. 

Para ganarme la vida me he disfrazado mil veces; y mil veces he detestado ese disfraz. Ganarse la vida es irremediable y jartísimo.
Hubiera sido mejor y más feliz si hubiera tenido la semana para vivir y los fines de semana para disfrazarme de trabajador.

El disfraz de publicista fue el más divertido y contradictorio. Nunca pensé que sería sumo sacerdote del consumismo. Debo reconocer que fui feliz inventando universos de ideas e imágenes para satisfacer las necesidades que les habíamos creado a los consumidores explotando sus miedos, sus dudas y su confianza.
Era un pequeño dios de las pompas de jabón. Pude sentir la necesidad de la gente por creer en algo, de sentirse protegidos por una mentira. De esos miedos que llevamos dentro es que nacen todas las violencias.

Necesitamos ser engañados para poder vivir. Así sepamos que todo es mentira. Ese es la razón por la cual adoramos los disfraces. Queremos ser ese otro que somos en los sueños.

Con los años me cansé de vivir disfrazado de exitoso, de niño bien, de asesor de imagen, de estratega de mercadeo, de ejecutivo moderno y que todo lo sabe mejor que los demás, de ser lo que no soy. Y dejé todo. Boté los disfraces de esa vida y me lancé a encontrarme. De tanto disfrazarme no sabía quién era o qué quería. Ser uno mismo es lo más difícil que hay. Hay que romper con todos y mantenerse al lado de uno. No es fácil. Cada vez que me encontraba con otro mi reflejo era ponerme una máscara. Disfrazarme. Poco a poco, me atreví a decirme quien era y que quería. Me descubrí. Me vi al espejo de la realidad y me gusté.

Ahora me disfrazo poco. Aunque me disfrazo como todos. Cada vez logro que el disfraz se parezca más a mí.

Hoy, en un jueves de otoño, la ciudad vestida de dorado y de frío azul en la mitad de noviembre, vivo en una ciudad disfrazada de exitosa y cosmopolita. Bonn, el pueblo grande con ínfulas de ciudad. Y también sé que un día volveré a disfrazarme.

Aprovecho el día, ahora que puedo, para ser ese yo que soy cada mañana de la semana cuando no estoy de viaje o de trabajo o ganándome la vida, disfraces irremediables, que tengo que usar para poder ser entre los otros. Pero ahora soy el que soy sin maquillaje ni pretensiones: piyama, café, croasán y nada más, nada de disfraz, para leer de nuevo poesía, y dejo que la magia de las palabras del poema de Fernando Denis „Beatriz“ me envuelva:

Hay tanto amor en cada cosa que veo,
en cada cosa invisible.
Enamorarse es ver lo que los otros no ven.
¿Cómo es posible que todos pasen
junto a ti
como si no te vieran
y yo me detengo a mirarte
para siempre?
¿Qué cosa ocurre en los demás que a mí
me falta para olvidarte?“

En el amor nunca me disfracé. Siempre fui yo. Fui amado y fui dejado. Conozco la fuerza implacable del amor y no me asusta. 


Miro los días de mi vida y sé que nos disfrazamos, porque tenemos miedo. 

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