Vivimos
disfrazados y disfrazados morimos. De cuando en cuando logramos ser
nosotros y al fin ser. Pero sin disfraz no sale nadie a la
calle. La calle exige disfraz.
En
Bogotá me disfracé por primera vez a los cuatro años de alumno de
colegio. Disfraz que me acompañó hasta el día de la graduación.
Con ese disfraz llevé vidas paralelas entre el aburrido aprendiz de
idiomas imposibles, pasando por el de silencioso alumno que dormía
con los ojos abiertos hasta el de amigo de mis amigos, donde podía
quitarme el disfraz y ser yo.
La
amistad es lo mejor que me dejó el colegio.
Luego
me disfracé de estudiante de arquitectura y de derecho. Descubrí
que copiar era una forma de crear y de llegar al éxito y que el
delito era la línea más corta entre la codicia y la riqueza. Ya
entonces noté que no me gustaban los disfraces.
Para
ganarme la vida me he disfrazado mil veces; y mil veces he detestado
ese disfraz. Ganarse la vida es irremediable y jartísimo.
Hubiera
sido mejor y más feliz si hubiera tenido la semana para vivir y los
fines de semana para disfrazarme de trabajador.
El
disfraz de publicista fue el más divertido y contradictorio. Nunca
pensé que sería sumo sacerdote del consumismo. Debo reconocer que
fui feliz inventando universos de ideas e imágenes para satisfacer
las necesidades que les habíamos creado a los consumidores
explotando sus miedos, sus dudas y su confianza.
Era
un pequeño dios de las pompas de jabón. Pude sentir la necesidad de
la gente por creer en algo, de sentirse protegidos por una mentira.
De esos miedos que llevamos dentro es que nacen todas las violencias.
Necesitamos
ser engañados para poder vivir. Así sepamos que todo es mentira.
Ese es la razón por la cual adoramos los disfraces. Queremos ser ese
otro que somos en los sueños.
Con
los años me cansé de vivir disfrazado de exitoso, de niño bien, de
asesor de imagen, de estratega de mercadeo, de ser lo que no soy. Y
dejé todo. Boté los disfraces de mi vida y me lancé a encontrarme.
De tanto disfrazarme no sabía quién era o qué quería. Ser uno
mismo es lo más difícil que hay. Hay que romper con todos y
mantenerse al lado de uno. No es fácil. Cada vez que me encontraba
con otro mi reflejo era ponerme una máscara. Disfrazarme. Poco a
poco, me atreví a decirme quien era y que quería. Me descubrí. Me
vi al espejo de la realidad y me gusté.
Ahora
me disfrazo poco. Aunque me disfrazo como todos. Cada vez logro que
el disfraz se parezca más a mí.
Hoy,
en un jueves de otoño,
la ciudad vestida de dorado y de frío azul en la mitad de noviembre,
vivo en una ciudad disfrazada de exitosa y cosmopolita. Bonn, el
pueblo grande con ínfulas de ciudad. Y también sé que un día
volveré a disfrazarme.
Aprovecho
el día, ahora que puedo, para ser ese yo que soy cada mañana de la
semana cuando no estoy de viaje o de trabajo o ganándome la vida,
disfraces irremediables, que tengo que usar para poder ser entre los
otros. Pero ahora soy el que soy sin maquillaje ni pretensiones:
piyama, café, croasán y nada más, nada de disfraz, para leer de
nuevo poesía, y dejo que la magia de las palabras del poema de
Fernando Denis „Beatriz“ me envuelva:
„Hay
tanto amor en cada cosa que veo,
en
cada cosa invisible.
Enamorarse
es ver lo que los otros no ven.
¿Cómo
es posible que todos pasen
junto
a ti
como
si no te vieran
y
yo me detengo a mirarte
para
siempre?
¿Qué
cosa ocurre en los demás que a mí
me
falta para olvidarte?“
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