miércoles, 24 de junio de 2015

A punto de cumplir los sesenta años los recuerdos vienen a mí (2)

Segundo recuerdo

El destino de papá era ser marino. A los diecisiete años entró a la Escuela Naval de Cartagena de Indias. Allí fue cadete. En 1946 se fundó la Flota Mercante Grancolombiana con Venezuela, Ecuador y Colombia como socios. Papá decidió salirse de la Escuela y entrar a la Flota donde fue uno de los primeros oficiales de ésta. Allí pasó un par de años. Pero papá tenía el sueño de tener una finca como las muchas que tuvo mi abuelo. Así que se retiró y compró unos lotes en Lijacá para hacer una granja agrícola. De Estados Unidos había traído una casa prefabricada de aluminio, donde yo pasé mi primera infancia.

Lijacá era en ese entonces campo abierto. Había un par de casas regadas, carreteras sin asfaltar, una casita de novicias con un muro de piedra donde crecían moras silvestres, la fábrica de American Pipe, un gallego que me daba miedo, Mariño, vivía en una casa que tenía un par de perales enfrente y vivían también mis tías Amalia y Carolina con sus familias, una prima de mamá, Consuelo de Santamaría, con su esposo Eduardo que tenía una pista de carritos que me fascinaba y sus hijas, y Josefina y Pablo Campuzano, tíos de mamá que vivián en una casa que para mí era una mansión y donde se servía el agua y se comía con cubiertos y vasos de plata .

Con Pachín, mi primo, fuimos los mejores amigos. Jugábamos con carritos, a los vaqueros, montábamos en burro, caminábamos por entre las chambas, cazábamos sapos y cucarrones, subíamos al monte, nos perdíamos entre los maizales y hacíamos pruebas de valor al acostarnos cerca de la carrilera y esperábamos a que pasara el tren junto a nosotros. El ruido era fuertísimo y la tierra temblaba. Nosotros cerrábamos los ojos, pero nunca nos movíamos del sitio. Teníamos un amigo que se llamaba Juan Miguel, que vivía con sus papás que nos parecían viejísimos, el papá era pintor y los tres eran muy queridos. Como no teníamos televisión los sábados nos quedábamos en su casa hasta las seis de la tarde para ver el Circo Internacional que nos encantaba. Pachín tenía bicicleta y yo no. Así que cuando salíamos con los amigos a montar en bicicleta a mí me tocaba correr detrás de ellos. Aunque monté mucho en cicla. Me tocaba pedirla prestada todo el tiempo. Ahora que recuerdo sí tuve una bicicleta verde que era muy chiquita y por eso ya no la usaba. Tengo una imagen de montar esa cicla en una tarde gris, fría y lluviosa cerca de la casa en la carretera que iba de la American Pipe a la parada de los buses. La Sabana de Bogotá era fría, lluviosa y de un verde profundo cobijada por montes.

Lijacá era silvestre, pero maravilloso para un niño. Allí fui feliz. En los galpones había gallinas e incubadoras. Me veo junto a papá y mamá pesando y limpiando huevos que papá después llevaba a las panaderías en una camioneta Chevrolet verde de esas que ahora son tan chic. Pero el negocio no funcionó y papá regresó a la Flota Mercante donde estuvo hasta que se jubiló. Papá conoce todo el mundo, los puertos, los mares y sus gentes. Fue un capitán muy respetado y querido por su tripulación. Aún después de tantos años los que trabajaron bajo sus órdenes le escriben recordando lo mucho que aprendieron con él.

Mamá se quedó con mi hermana y conmigo en Lijacá. Recuerdo que recibíamos cartas de papá y que le escribíamos cartas con un dibujo. Había un niño de doce años, que vivía cerca y que le ayudaba a mamá por la tarde y hacía los mandados y que nos acompañaba al colegio, el chino Jorge. Mi primer héroe, mi admiración. Me parecía que todo lo podía. Leía los cuentos del Santo, el Enmascarado de Plata, y con el hermano hacían combates de lucha libre con máscaras. Montaba en cicla y nos invitaba a comer salchichón. Me contaba historias y yo andaba con él siempre que podía. Cuando mamá se iba a Bogotá con mi hermana, yo prefería quedarme con él. Oíamos Radio Quince, que pasaba música de última moda: twist y rock. Alfonso Lizarazo era el disc jockey, si mi memoria no me falla.

Al colegio íbamos en el bus Lijacá oyendo rancheras a todo volumen en Radio Metropolitana o con el carro del tío Pacho. Era un Hudson viejísimo y que no le gustaba arrancar. Había que hacer fuerza durante todo el viaje para que no tuviéramos que parar, porque luego no arrancaba. Cuando ya llegábamos al colegio era el alivio total.
Con papá hacía luchas que después yo también haría con mi hijo. Maravillosas luchas en que yo le ganaba a papá después de grandes esfuerzos así como mi hijo muchos años después me ganaría a mí. Tengo la suerte de ser amado sin límites por papá, a quien y siempre vi y veo como un hombre magnífico. Perfecto.

En ese tiempo empezamos a viajar a Cartagena, Barranquilla, Santa Marta y Buenaventura con alguna frecuencia a visitar a papá cuando estaba en puerto. Salvo helicóptero, he montado en todo tipo de aviones: avionetas Piper, aviones DC3, DC 4, Constellation y jets de todo tipo. He volado con pilotos que una semana después se mataban en accidentes. Recuerdo un vuelo entre Cali y Buenaventura por el cañon del río Dagua en que el piloto acercaba la avioneta a los montes en busca de un accidentado. Un vuelo de vértigo.
En Lijacá supe que había una crisis en Cuba y que los comunstas nos iban a invadir, que a Kennedy lo asesinaron en Dallas.

En las noches de Lijacá, antes de acostarnos, mamá nos leía cuentos de diferentes partes del mundo. Sé que en esas noches comenzó mi fascinación por los libros.

Lijacá era madrugar al colegio, era bañarse a totumazos porque no había agua caliente y había que calentarla, era no tener teléfono, televisión ni luz, era esperar por la noche en Usaquén cansado, con hambre y ganas de ir al baño, un bus repleto que nos llevara a la casa, era hacer el mercado en el Carrulla de la 85 y después, qué dicha, coger taxi a Lijacá en vez de bus, era los domingos cuando íbamos a misa al colegio de las monjas pasar con mi hermana y mis primos frente a la casa de Pablo Campuzano de puntillas para que no nos viera, pero obvio que nos veía y nos gritaba que si no íbamos a saludar, era la misa en latín y nosotros repitiendo los gestos del cura y diciendo privados de la risa Bovinus Vobiscum, era regresar a casa en la buseta del colegio de las monjas que nos recogía en el apartamento de mis abuelos en la 72, era ir a Alpina los domingos con azúcar para comer yogurt, era el matinal en el María Luisa con las meliizas, o el domingo el matineé en el San Carlos, era ir al Campín con mi tío Santiago a ver jugar al Santafé, era mi hermana y yo siempre juntos. Y mis primos y jugar, jugar para vivir y vivir para jugar.

Lijacá está grabado en mi memoria como un tiempo feliz. 

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