lunes, 5 de mayo de 2014

Mi encuentro con Isabella de Montfort Parte 7



Parte 7


Me he levantado temprano para preparar el desayuno. Mi hija duerme en su cuarto. Los días siguen soleados, algo que no es obvio en Alemania, y la mañana está fresca y el cielo azul sin nubes. Sólo se ven las estelas blancas que dejan los aviones que aterrizan y despegan de Francfurt. Alisto la mesa. Dejo todo preparado para cuando ella despierte desayunar juntos.
Mientras tanto prendo el computador para leer las noticias. Ya no vivo sin que esté conectado a internet al constante fluir de noticias y hechos. Ahora que tengo el pelo blanco me alegra cada vez que me despierto y un día más espera por mí. He tomado conciencia de que estar vivo no es obvio, que es más bien un milagro. Y mucho más estar sano y optimista. Sin embargo, la manida frase de Ovidio Carpe Diem no la aplico nunca. Sólo hago lo que me da la gana. Como en este momento disfrutar de la lectura y del día que me espera sin saber qué me viene.
Después de desayunar, mi hija me lleva a la estación del tren. Son las once de la mañana y Mainz está llena de gente, especialmente estudiantes que vienen o van de y a la universidad. La estación está con gente, pero no congestionada.
Somos seres que miramos. Somos, porque miramos. Nos fascina mirar. Mirar al otro. Mirar todo. Nuestros ojos captan a los demás, desde el conjunto hasta el detalle. La mirada busca siempre en los demás algo que nos sirva, a que nos enseñe, que nos recuerde de algo. Aprendemos a través de la mirada. La mirada nos une al mundo, a los demás. Somos ojos para entender a los demás. Y es viendo a los demás como nos comprendemos a nosotros mismos. La mirada es el instrumento que nos da el conocimiento. Miramos para ser. Y somos cuando miramos. Nos reconocemos en los otros y en los demás. La mirada individualiza y generaliza. La mirada piensa y piensa con nosotros. Y yo no soy la excepción y disfruto de cada momento en que sólo soy un observador de los demás, del entorno, del movimiento, del gesto, de las emociones de las personas que no se saben observadas, de los comportamientos del grupo, de los espacios que generamos entre la arquitectura y la cotidianidad de un acto tan común como esperar el tren.
El tren está demorado. Demasiado demorado para todos los que lo esperamos. Una pareja de jubilados canadienses en vacaciones se acercan a preguntarme sobre el retraso del tren a Colonia que es el mismo que tomo para ir a Bonn. Les explico que por los alto parlantes han informado de un retraso de una hora
debido a un problema en la máquina. E dan las gracias y se alejan un poco. Un soldado baja con afán las escaleras que llevan al andén. Está en uniforme y camina hacia el sitio para fumadores. Enciende un cigarrillo y aspira profundo. Se nota el alivio que siente tras la primera bocanada de humo que entra en sus pulmones. Una estudiante lee una novela sin preocuparse en apariencia del mundo que la rodea, aunque de cuando en cuando alza la cabeza y mira a su alrededor como para cerciorarse de que sigue en la estación y todo está bien. Una mujer alternativa, tipo hippie que regresa de Goa, de unos cuarenta años se está cambiando de zapatillas deportivas en medio de dos morrales viejos y desteñidos de donde cuelga un tiquete de equipaje del aeropuerto de Francfurt. Una pareja de extranjeros que residen desde hace tiempo en Alemania no han para do de hablar. Aunque no reconozco su idioma, me imagino que es del este. Una joven con la cara empolvada de blanca, el pelo pintado de negro y maquillaje del mismo color, trata de no desbordarse del pantalón que la aprisiona en su abundancia. Habla por el móvil mientras camina por el borde del andén. Un tipo con pinta de extranjero recostado contra la pared del edificio que está al lado del andén observa a la gente que espera o camina por el andén. Mi radar de colombiano me pone en alerta. Tiene la actitud del que quiere robar. Estoy casi seguro que es un ladrón de los que están en las estaciones de trenes y buses para aprovechar la multitud y robar a los despreocupados viajeros.
Anuncian que el tren ha sido cancelado y que debemos tomar el siguiente tren que llegará en media hora y viene por horario. Suspiro y me siento a esperar resignado. Miro de nuevo a la estudiante que sigue leyendo su libro. No puedo leer durante los viajes. Además ese tiempo lo utilizo en dejar que mi mente descanse observando el mundo que me rodea, en pensar lo que escribiré o en cómo solucionar algún problema que tenga. Al andén llegan un par de pasajeros más. Afortunadamente no hay mucha gente, así que habrá puestos en el tren. Cuando viajo solo siempre hay puesto. Algunos días en pleno verano los trenes van repletos o los fines de semana que mucha gente regresa a casa o va de visita a algún lugar.
Al fondo se ve el tren acercándose al andén. Al fin.

El tren se detiene y la puerta de un vagón ha quedado enfrente de donde estoy parado esperándolo. He alcanzado a ver por las ventanas del tren mientras paraba que no hay muchos pasajeros en él. Eso me tranquiliza. Siempre me pone nervioso pensar que no voy conseguir un puesto y que tengo que ir a otro vagón. Pero hasta ahora nunca ha sucedido. Debe ser mi mente fatalista que espera que algo malo suceda en el momento menos esperado. Las sillas de los vagones van en parejas y unas miran hacia una entrada y las otras hacia la otra. Así siempre hay mirando hacia delante, que creo que le gusta a mucha gente. Por ejemplo, a mí. Me  gusta sentarme en la ventana en el tren y mirar el paisaje. Dejarme llevar por el entorno y mis pensamientos. Cuido y cultivo ese espacio de tiempo que es sólo para mí. Durante los viajes así disfruto de ese aparente no hacer nada que es pensar, soñar, dejar que la mente decida sus prioridades.

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