Parte
7
Me
he levantado temprano para preparar el desayuno. Mi hija duerme en su
cuarto. Los días siguen soleados, algo que no es obvio en Alemania,
y la mañana está fresca y el cielo azul sin nubes. Sólo se ven las
estelas blancas que dejan los aviones que aterrizan y despegan de
Francfurt. Alisto la mesa. Dejo todo preparado para cuando ella
despierte desayunar juntos.
Mientras
tanto prendo el computador para leer las noticias. Ya no vivo sin que
esté conectado a internet al constante fluir de noticias y hechos.
Ahora que tengo el pelo blanco me alegra cada vez que me despierto y
un día más espera por mí. He tomado conciencia de que estar vivo
no es obvio, que es más bien un milagro. Y mucho más estar sano y
optimista. Sin embargo, la manida frase de Ovidio Carpe Diem no la
aplico nunca. Sólo hago lo que me da la gana. Como en este momento
disfrutar de la lectura y del día que me espera sin saber qué me
viene.
Después
de desayunar, mi hija me lleva a la estación del tren. Son las once
de la mañana y Mainz está llena de gente, especialmente estudiantes
que vienen o van de y a la universidad. La estación está con gente,
pero no congestionada.
Somos
seres que miramos. Somos, porque miramos. Nos fascina mirar. Mirar al
otro. Mirar todo. Nuestros ojos captan a los demás, desde el
conjunto hasta el detalle. La mirada busca siempre en los demás algo
que nos sirva, a que nos enseñe, que nos recuerde de algo.
Aprendemos a través de la mirada. La mirada nos une al mundo, a los
demás. Somos ojos para entender a los demás. Y es viendo a los
demás como nos comprendemos a nosotros mismos. La mirada es el
instrumento que nos da el conocimiento. Miramos para ser. Y somos
cuando miramos. Nos reconocemos en los otros y en los demás. La
mirada individualiza y generaliza. La mirada piensa y piensa con
nosotros. Y yo no soy la excepción y disfruto de cada momento en que
sólo soy un observador de los demás, del entorno, del movimiento,
del gesto, de las emociones de las personas que no se saben
observadas, de los comportamientos del grupo, de los espacios que
generamos entre la arquitectura y la cotidianidad de un acto tan
común como esperar el tren.
El
tren está demorado. Demasiado demorado para todos los que lo
esperamos. Una pareja de jubilados canadienses en vacaciones se
acercan a preguntarme sobre el retraso del tren a Colonia que es el
mismo que tomo para ir a Bonn. Les explico que por los alto parlantes
han informado de un retraso de una hora
debido
a un problema en la máquina. E dan las gracias y se alejan un poco.
Un soldado baja con afán las escaleras que llevan al andén. Está
en uniforme y camina hacia el sitio para fumadores. Enciende un
cigarrillo y aspira profundo. Se nota el alivio que siente tras la
primera bocanada de humo que entra en sus pulmones. Una estudiante
lee una novela sin preocuparse en apariencia del mundo que la rodea,
aunque de cuando en cuando alza la cabeza y mira a su alrededor como
para cerciorarse de que sigue en la estación y todo está bien. Una
mujer alternativa, tipo hippie que regresa de Goa, de unos cuarenta
años se está cambiando de zapatillas deportivas en medio de dos
morrales viejos y desteñidos de donde cuelga un tiquete de equipaje
del aeropuerto de Francfurt. Una pareja de extranjeros que residen
desde hace tiempo en Alemania no han para do de hablar. Aunque no
reconozco su idioma, me imagino que es del este. Una joven con la
cara empolvada de blanca, el pelo pintado de negro y maquillaje del
mismo color, trata de no desbordarse del pantalón que la aprisiona
en su abundancia. Habla por el móvil mientras camina por el borde
del andén. Un tipo con pinta de extranjero recostado contra la pared
del edificio que está al lado del andén observa a la gente que
espera o camina por el andén. Mi radar de colombiano me pone en
alerta. Tiene la actitud del que quiere robar. Estoy casi seguro que
es un ladrón de los que están en las estaciones de trenes y buses
para aprovechar la multitud y robar a los despreocupados viajeros.
Anuncian
que el tren ha sido cancelado y que debemos tomar el siguiente tren
que llegará en media hora y viene por horario. Suspiro y me siento a
esperar resignado. Miro de nuevo a la estudiante que sigue leyendo
su libro. No puedo leer durante los viajes. Además ese tiempo lo
utilizo en dejar que mi mente descanse observando el mundo que me
rodea, en pensar lo que escribiré o en cómo solucionar algún
problema que tenga. Al andén llegan un par de pasajeros más.
Afortunadamente no hay mucha gente, así que habrá puestos en el
tren. Cuando viajo solo siempre hay puesto. Algunos días en pleno
verano los trenes van repletos o los fines de semana que mucha gente
regresa a casa o va de visita a algún lugar.
Al
fondo se ve el tren acercándose al andén. Al fin.
El
tren se detiene y la puerta de un vagón ha quedado enfrente de donde
estoy parado esperándolo. He alcanzado a ver por las ventanas del
tren mientras paraba que no hay muchos pasajeros en él. Eso me
tranquiliza. Siempre me pone nervioso pensar que no voy conseguir un
puesto y que tengo que ir a otro vagón. Pero hasta ahora nunca ha
sucedido. Debe ser mi mente fatalista que espera que algo malo suceda
en el momento menos esperado. Las sillas de los vagones van en
parejas y unas miran hacia una entrada y las otras hacia la otra. Así
siempre hay mirando hacia delante, que creo que le gusta a mucha
gente. Por ejemplo, a mí. Me gusta sentarme en la ventana en el tren y mirar el
paisaje. Dejarme llevar por el entorno y mis pensamientos. Cuido y
cultivo ese espacio de tiempo que es sólo para mí. Durante los
viajes así disfruto de ese aparente no hacer nada que es pensar,
soñar, dejar que la mente decida sus prioridades.
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