"Un
hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a
encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se
puede estirar o contraer, pero nunca romper".
El
Hilo Rojo del Destino (leyenda anónima japonesa)
Son
las ocho de la tarde de un magnífico día de verano. Estamos a finales de julio y hacen treinta grados de temperatura en la Corsa de
la Libertà en Merano. Hace dos días llegué a la ciudad. Paso un
par de días de descanso. Me he escapado de la cotidianidad de mi
vida. Mejor dicho, he huido de mí. Cada cierto tiempo deseo dejar de
ser ese yo de todos los días y ser ese otro yo que vive en silencio
dentro de mí. El viaje ha sido pesado. Llegué en la tarde al hotel
Palace Merano. Un palacio en la Vía Camillo Cavour 2 en pleno centro
de la ciudad. El hotel es lujoso y exclusivo, especializado en
tratamientos de wellness. No estoy interesado en ellos, sino en el
placer de no hacer nada, de no ser yo. No escribir, no pensar, no
leer, no trabajar, solo dejar que el verano me broncee el alma. Me
gusta el hotel y la habitación en la que estoy tiene vista a la
ciudad, el río y las montañas. Todo es perfecto. Oír el italiano
en medio del alemán tirolés que se habla en la región, es un
placer adicional. Aunque también no faltan las voces extranjeras.
Ahora los hoteles son lugares cosmopolitas donde se reúnen rusos,
chinos, japoneses, americanos, europeos del norte y del este a gastar
su dinero, a ostentar. Soy un desconocido entre desconocidos, y lo
disfruto. La primera noche me fui directo a dormir y al otro día
madrugué a desayunar, di una caminada a orillas del Adige y poco
antes del mediodía me recosté en una tumbona al borde de la piscina y
allí estuve hasta las cuatro de la tarde, en que subí a dormir un
rato. Luego salí a conocer la ciudad. Me senté en una pizzería y
cené solo. La ciudad es animada, mucha gente yendo y viniendo de
compras y gozando de ese placer tan humano del mirar y ser mirado. Al
sur de los Alpes se mira y se es mirado con desparpajo, sin tanto
disimulo como en el norte, en esa tierra que ahora es también la
mía: Alemania.
En
la tarde mientras nadaba en la piscina que estaba medio vacía, ya que
la mayoría de huéspedes estaban en la ciudad, en sus habitaciones o
en el wellness, me tropecé con una mujer de unos treinta y seis
años, rubia y guapa. Nos miramos, sonreímos y nos disculpamos en
alemán. Yo por costumbre y ella por alemana. Seguí nadando un par
de piscinas más. Nado a mi ritmo: despacio y constante. Así puedo
nadar durante más tiempo sin agotarme ahí mismo. No nado para
exhibirme ni para ejercitarme, nado porque me gusta nadar. El placer
del agua, del movimiento y la ligereza del cuerpo. Nadar es un
placer. Después de media hora de nadar, salí del agua. Me sequé
con una toalla y me recosté a asolearme. El calor de la tarde era
fuerte, pero agradable. Cerré los ojos para no pensar en nada. Pero
la imagen de la alemana no dejó de rondar mi cabeza. Abrí los ojos,
me enderecé y la busqué con la mirada en las tumbonas. Estaba
recostada en una de ellas y charlaba con un niño de doce años que
tenía que ser su hijo. Me quedé mirándola. Era muy guapa y tenía
un cuerpo perfecto. Las mujeres a partir de los treinta y cinco años
están en su esplendor. Me encantan. Observé como se movía, hablaba
o se quedaba boca arriba con los ojos cerrados recibiendo el sol. No
sé cuánto tiempo llevaba en ello cuando me di cuenta de que me
estaba mirando. Le sonreí y no me respondió sino que volteó la
cara para otro lado. Sentí ese golpe de frío que dan las
desilusiones. No muy fuerte, pero jarto. Me olvidé de que ya no soy
el joven de otros tiempos, sino un hombre mayor de barba
blanca. En fin, cerré mis ojos y no pensé más en el asunto.
Desde
hace un par de meses me adapto a la nueva realidad: ya no soy el más
joven y me aburrí de las luchas interminables por el poder, por el
dinero o por ser el mejor. Hay otros más hambrientos que yo, que se
despedacen ellos, yo ya no tengo ganas. Quiero disfrutar de cada
instante. Dejar que la vida me envuelva sin pretender cambiarla.
Dejar ser y dejarme ser. Así de fácil y así de difícil. No volver
a luchar por nada ni por nadie. Vivir por el placer de vivir. Me he
quedado solo y no me molesta. Al contrario, estoy aliviado de no
tener que ser el irresistible, el simpático, el amante perfecto. No
que es que no lo hubiera sido con gusto, pero algo en mí ahora es
diferente. Quiero amar tranquilo, sereno, sin arriesgarme a nada. En
fin, me he vuelto un hombre predecible y contento de vivir. Más en
mí hubo, hay y habrá un yo inconforme, dispuesto a encontrar ese yo que sea el yo definitivo, el perfecto
yo que nunca llegaré a ser. Ese yo inconforme, insatisfecho y que no
me da pausa fue el que me trajo hasta Merano para pasar un par de
días de soledad.
En
la tarde dormí la siesta y a eso de las cinco bajé al bar que da
sobre la piscina a tomarme un refresco y despúes salir a dar una
vuelta por la ciudad. El bar esta desocupado. Me siento en la barra.
Frente a mí hay un aviso que dice "American Bar". Según
me contó luego el barman, el nombre se debe a la cantidad de
americanas que en los cincuenta venían con sus amantes a pasar unos
discretos días de amor. La piscina está llena y la gente nada de
un lado al otro. Aun en vacaciones muchos siguen la rutina de
ejercicios, de cuidarse y de logros. Para mí la piscina es para
nadar, asolearse y flirtear. El barman se alegra de tener algo que
hacer y me pregunta que qué deseo tomar. Pido un cóctel de limón,
naranja y mango con una pizca de ginebra. No sé por qué lo he
pedido, si no me gusta el alcohol. Pero es divertido ver al barman
mezclando con tanta seguridad la bebida. Me acerca una servilleta,
sobre el portavasos pone el cóctel y a su lado un plato con maní.
Le doy las gracias. Me tomo el primer sorbo. Está rico, pienso, ni
demasiado dulce ni demasiado alcohol. Miro al barman y le hago un
gesto de que el cóctel es perfecto. Sonríe e inclina la cabeza a
manera de agradecimiento. Luego se voltea y saluda a alguien que
a mis espaldas entra en el bar. Me giro a ver quién ha entrado. Es la
alemana y el sentimiento de placer que tenía se esfuma. Vuelve a mí
el oso que hice en la piscina al mirarla tanto y su rechazo. Es
bella, muy bella. No puedo evitar admirarla a pesar de mi malestar.
Tomo otro trago del cóctel y hundo mi mirada en la tabla del bar. No
quiero mirarla. Ella se sienta a mi lado. Podría haberse sentado un
poco más retirada, pienso. Al fin y al cabo el bar está vacío. Alzo la
cara y me está observando mientras sonríe.
-Hola-
me dice sin dejar de sonreír. Es otra, pienso. La saludo y sonrío.
Estoy desconcertado.
-Disculpe
que lo haya cortado de esa manera en la piscina. Estaba perdida en
mis propios pensamientos- me dice e insiste en sonreírme. Le digo
que no tiene importancia y que me disculpe por mi mirada tan
descarada. Se ríe.
-Me
gustaría invitarlo a salir- agrega mirándome a los ojos. Menos mal
no hay espejo y no puedo ver la cara de tonto que debo haber puesto.
Al mismo tiempo, una ola de calor y placer sube por mi cuerpo. Digo
que sí ahí mismo. Creo que es uno de los síes más rápidos de mi
vida.
-Mañana
a las seis lo espero en la Corsa de la Libertá, frente al
almacén de Swarovski- me dice casi esperar mi respuesta. Se levanta y
como por descuido, cuidadosamente pensado, me roza el brazo. Dios, me
siento como un adolescente. La dicha prima sobre la vergüenza.
Suspiro.
Merano
es una ciudad pequeña rodeada de montañas a orillas del río Adige
que baja jubiloso hacia Verona para desembocar luego en el Po. Su
arquitectura y su cultura no son las típicas de Italia, sino
austriacas. Se habla el alemán típico del Tirol y por supuesto
italiano. Algunos periodistas, actores y artistas que se destacan en
Austria y Alemania nacieron en el Trentino.
He llegado, por supuesto, un cuarto de hora antes a nuestra cita. L
Corsa de la Libertá, donde estoy en este momento, me recuerda las
calles peatonales de las ciudades alemanas como la Agustinerstrasse
de Mainz. Los avisos vienen en los dos idiomas y por la calle se oyen
las voces tirolesas e italianas por igual. Esta curiosa e interesante
mezcla de culturas es el resultado de las muchas guerras entre Italia
y el antiguo imperio Austro-Húngaro. La gente está contenta con su
vida y disfruta de las ventajas de los dos mundos. Mucho alemán que
quiere sentirse en casa pero con el aire y el clima italiano viene de
vacaciones a esta ciudad. Y, por supuesto, los aficionados a las
carreras hípicas que se celebran en su imponente hipódromo. Me
gusta la ciudad, sus calles y el bulevar que está junto al río. La
ciudad es encantadora y la Corsa de la Libertà tiene tiendas muy
lujosas, cafés, pizzerías y heladerías. No tengo afán y camino
observando las casas, las tiendas, los restaurantes, la gente, los
comensales y los camareros con detenimiento. Ya no puedo grabarme
todo hasta el mínimo detalle como cuando era niño que nada me
pasaba desapercibido y que mi cerebro absorbía la información sin
problemas. Ahora mi cerebro solo recuerda lo que necesita o es de uso
diario. Lo demás no sé dónde lo archiva, pero me cuesta trabajo
recuperar la información. Por ello me creo asociaciones con cosas,
hechos o personas que de algún modo tengan que ver con lo que quiero
recordar para no olvidar. En fin, trucos de viejo para no desaparecer
antes de tiempo.
Mientras
la espero, miro la vitrina de Swarovski. Todo brilla, también los
precios. Hay una pareja sentada frente a un escaparate mirando un
muestrario que la joven dependiente les enseña.
Mientras
miro para un lado y otro de la calle buscándola, se acerca a mí una
pareja con una niña. Se nota que son suramericanos y que están de paseo.
La mujer me pregunta con el inconfundible acento venezolano si hablo
español. Cuando le contesto que sí me vuelve a preguntar casi como
una afirmación si soy el poeta. Me desconcierto un
poco, pero le digo que sí. Ella se ríe y me dice que lo sabía, que
me sigue en twitter, que muere por mis poemas y mis frases de amor.
Le sonrío confundido. Me pregunta dónde puede conseguir mis libros
y tengo que confesarle que no tengo libros publicados.
Espero
que a fin de año tenga el primer libro de poemas publicado. Se
despiden y me quedo con esa mezcla de dicha de ser reconocido por
primera vez en la calle por un desconocido que me ha leído en
twitter y la vergüenza de aún no haber publicado un libro. En fin,
mientras estoy en mis pensamientos, ella, mi alemana, ha llegado y me
sonríe.
Nos
saludamos con un beso en el cachete. Huele rico. Al tomarla de la
cintura noto lo esbelta que es. Me coge la mano. Mejor dicho, con un
dedo de su mano entrelaza un dedo de mi mano y caminamos. Miramos
las vitrinas, comentamos lo que vemos y nos acercamos el uno al otro
como por casualidad. Reímos y nos detenemos en medio de la calle a
mirarnos. Esos cinco segundos de más de una mirada que significa,
que lo insinúa toda. Ella me lleva a un restaurante donde toca un
grupo de música tirolesa. Demasiado animado, pienso. Pero me siento
tan bien que todo me agrada. Estoy flotando con ella. Los demás no existen. Sólo la
oiga a ella. Mis ojos se han quedado a vivir en sus ojos. Nos
sentamos en la terraza. Oimos la música y tomamos cerveza. Ella ha
puesto su mano sobre mi mano. Ha acercado su silla a la mía.
Recuesta su cabeza en mi hombro. La saco a bailar. Bailamos. Nos
pegamos el uno al otro. Giramos despacio en nuestro propio mundo de
emociones y sensaciones. No sé cuánto tiempo hemos estado bailando
en brazos del otro. Pero ya oscurece. Nos sentamos en la mesa.
Pedimos otras cervezas. Callamos. Nos miramos. No es necesario decir
nada. Ella parece ida. Cierro los ojos. Quiero sentir el momento.
Dejarme ir. De pronto oigo su voz
-Hay
que besar al diablo para descubrir el bien en los otros.- me dijo
mientras bebía su dry martini. -La bondad está escondida en las
personas. No está a flor de piel. Se esconde para sobrevivir en un
mundo que es lo más parecido al infierno. Porque la vida no es otra
cosa que el infierno. Así que la bondad pasa desapercibida, aunque
existe. Me miró a los ojos y por un instante no dijo nada. Luego
sonrío como las personas que saben que no hay esperanza o que no
conocen donde está ésta. No supe qué decir. Me tomaba un trago con
ella con el deseo nada secreto de que me llevara a su cama y por una
noche olvidar quienes éramos. Pero ella tenía su mente en otro
hombre, en su propia vida y me la describía como la sentía, como la
percibía. La realidad será de una manera, pero la manera en que la
percibimos puede ser otra. Y también es realidad. La realidad más
real es la que imaginamos y no la que vivimos.
También fui
feliz en el amor cuando no amaba a nadie, cuando quería a muchas y
no me até a ninguna. A los cuarenta y cinco era perfecto. A los treinta y cinco y
a los treinta años fui feliz en el amor. Me querían y quería. En
esos días la fugacidad del amor no me dolió. Era parte de la vida y
siempre había otro amor esperando para ser amado. No fui cínico.
Tuve suerte de no estar enamorado y sí de querer sin sentir el deseo
de dejar de ser uno para fundirme en otro. Fueron días felices en el
amor, luego en mi vida tanto laboral como diaria. Pude dar tanto y me
dieron mucho. Lo mejor de mi vida fueron
las mujeres. Ellas le dieron sentido a lo que me sucedió y a lo que
no. Ellas me salvaron de sentirme único o importante. Me protegieron
de mí y de los demás. Me dieron todo lo que un ser humano puede dar
sin dejar de ser y yo hice lo mismo con ellas. Sin amor la vida
habría sido muy aburrida.
-Descubrir
que uno no es tan importante como nos dijeron, como nos hicieron
creer es el verdadero engaño. Es lo que duele tanto, lo que hace
difícil superar el desamor.- me dice mientras me toma de la mano y
la acerca a su cara. -Sabernos burlados por la persona que amábamos,
por la que no dudamos en dejar abiertas las puertas de la muralla
contra el dolor y la decepción que hemos construido en nuestro
corazón para sobrevivir. Saber que entraron en uno y nos dejaron
apenas se dieron cuenta de que no éramos tan importantes. - sonríe
mirándome con tristeza- se han burlado de nuestros sentimientos y
nos han dejado a la intemperie con el corazón en la mano y el amor
hecho pedazos- agrega.
La
miré en silencio. Ella volteó la cabeza y se quedó con la vista
puesta en el horizonte. No supe si observaba algo. Más bien parecía
ida en sus recuerdos. Era guapa, muy guapa. Una piel suave como de
melocotón. El pelo rubio claro y ojos azules como dos lagos de
ensueño. Nos quedamos en silencio. No sé si a nuestro alrededor la
gente hablaba o nos prestaba atención. Estábamos detenidos en ese
instante en que no se sabe si todo ha acabado o continúa. Volvió su
cara hacia mí y me tomó de la mano.- Vámonos - me dijo y se paró.
La seguí sin decir nada. Salimos a la calle, a la noche y a la
vida.