jueves, 17 de octubre de 2013

Mi encuentro con Isabella de Montfort





He dejado de luchar contra todo, pienso mientras miro desde el balcón el extenso jardín del edificio donde vivo. El prado verde está perfectamente cuidado y los árboles son grandes y frondosos. Oigo el canto incesante de los pájaros que esconden el murmullo eterno de la ciudad. Ya no peleo contra mi destino, ni contra los que piensan diferente a mí. No quiero lograr nada. Me interesan muchas cosas, pero sólo para mí. De esa necesidad de ser conocido, adorado, respetado y tenido en cuenta por los demás me queda poco. En realidad, los demás no me interesan. Sólo me interesan mis pensamientos y mi vida. Esa vida tranquila y aburrida que llevo. Mis aventuras son mentales. Mi curiosidad y mi necesidad de expresarme las guardo para mí. Pienso y escribo mucho. No puedo parar. Pero lo hago para mí, para satisfacer esta necesidad de conocer, de transformar lo que percibo en otro universo, en mi universo. Mi mundo es tan infinito como el mundo exterior. Hay tanto que tengo que descubrir de mí que se pensaría que no me interesa la vida más allá de la mía. La verdad es que la vida me interesa y mucho. La disfruto tal como venga. Siempre y cuando no sea un desastre o una tragedia. A esta altura de mi vida no estoy hecho para ello. Quiero vivir sin pausa y sin angustias. Quiero dejar que la vida llueva sobre mí y de mí broten ideas, sueños y hechos que me transformen, que me permitan conocer a ese desconocido que soy, en el que vivo.
Ahora que me dejo ir por donde la vida me lleva he encontrado personas que me cambian y que me dan de sí tanto y con tanta frecuencia que no puedo más que gozar el instante en que estoy. Así fue que llegó a mí, una vez más ,el amor. De sorpresa como siempre. Y así conocí a Isabella de Montfort el día después de haber comenzado a leer Lolita de Nabukov.

No sé si fue por
designio de los dioses o casualidad que encontré lo que no sabía que estaba buscando. Al buscar algo para leer en la biblioteca me tropecé con el libro Lolita de Nabokov. Abandonado entre otros muchos, allí estaba llamándome para que lo abriera y le echara un vistazo. Al empezar a leerlo me di cuenta de que estaba frente a uno de los más poéticos comienzos de un libro que hubiera leído.
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Mi diversión, mi oficio, mi pasión son los libros. Me encanta comprarlos, tocarlos, mirarlos, hojearlos, leerlos, tenerlos a la mano. Disfruto sentándome frente al escritorio y voltear a mirar los estantes de la biblioteca con libros de todo tipo. Reconozco que estoy orgulloso del caos que existe, porque así leo y así vivo. No sé si tengo muchos libros o apenas los indispensables. Tampoco importa. No he leído todas las maravillas que existen. Supongo que no me interesa. No necesito posar de culto. Para mí los libros son mi otro yo. Leer es mi oficio y mi placer. Nada más. Adentrarme en el pensamiento, las vivencias y los sueños de otros. Leo, porque estaba en mí leer. No hay ningún mérito en ello. No me esfuerzo. No me es difícil y menos aburrido. Aunque haya un montón de libros que no se dejan leer. Y qué fama la que tienen. Sin razón alguna distinta a mi capricho, me olvido de algunos libros que permanecen en la biblioteca sin ser vistos o tocados por años y de pronto por no sé qué razón los encuentro de nuevo y los devoro.
Quien nace lector un día empieza a escribir. Se escribe como una continuación natural de la lectura. La necesidad de leer algo de una forma en que otro no lo ha expresado y que uno quisiera que se pudiera leer de esa nueva forma son la necesidad de escribir de todo buen lector. Algunos lectores no tienen la necesidad de escribir. Otros, sí. Soy de los segundos. Me gusta escribir. Escribir es un placer más en mi vida. He tenido suerte en hacer lo que me gusta. Al menos en parte. Y de la escritura me fascina la poesía. Para mí es la manera de expresar la belleza de lo que somos y lo que pensamos. Un poeta no tiene que escribir cada noche los versos más tristes. Un poeta tiene que vivir hasta las últimas consecuencias el instante, la alegría, el amor y la vida. Lo demás viene incluido. Un poeta sólo tiene que vivir. Los versos más tristes siempre pueden esperar. La lectura y la escritura son mi tentación y mi vida.

Es mediados de junio y hace calor a orillas del Rin. El cielo amanece cada día azul y todo resplandece. La gente disfruta de la vida y yo con ella. Es el tiempo de no preocuparse, de aprovechar el instante, de vivir. Los días como hoy son escasos en la vida y sería un desperdicio no gozarlos hasta las últimas consecuencias. Disfrutar la eternidad de cada instante y del presente son una tentación irresistible.
Caer en la tentación está condenado por la beatería religiosa y filosófica, pero yo que nunca he pretendido ser más que ninguno, me dejaré caer en las tentaciones que la vida tenga aún que ofrecerme. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe a mí. Es el momento de salir a vivir. Al fin. Voy a dejarme caer en la tentación de ser yo mismo.
Nos sentimos extranjeros en el presente. Quisiéramos huir al pasado. En los errores irremediables parece que nos sentimos más seguros. Hoy quiero vivir, vivir este presente que no conozco, que me está envolviendo desde esta mañana, desde hace días, desde hace un rato, desde siempre, desde ya.
Estoy a punto de salir del apartamento para ir a la estación del tren y viajar a Speyer a  dictar una conferencia. Son las dos y media de la tarde de un miércoles de junio y el sol brilla en el cielo azul. Llevo mi buen ánimo y una maleta pequeña con mi piyama, tres camisas, dos pantalones, un saco, tres pares de medias y otro par de zapatos. La calle está sola. Pero se oye el ruido de la ciudad. Ese murmullo permanente que envuelve la ciudad. A mis vecinos casi nunca los veo. La pareja de jóvenes franceses con su hija de dos años, que viven enfrente tienen horarios distintos al mío; la pareja de pensionados alemanes que viven a oscuras, en silencio y oliendo a ajo poco salen y cuando salen parecen una pareja de la DDR; la alemana enorme que dicta clases de alemán a extranjeros y que chismorrea a todo el barrio sí que la veo y oigo; y en el piso de abajo vive una familia de Zimbabue con sus diez hijos, que en verano se apropian de los jardines y los llenan de gritos, de risas y de vida y los hindúes que ponen en la puerta velas, caminitos de sal y símbolos religiosos para protegerse. Somos multi culti, como dirían acá en Alemania. Pero hoy no veo a ninguno. La calle me espera. El aire tibio y oloroso a naturaleza me envuelve. Me hace feliz.
Camino por la Kennedyallee hasta el paradero donde cojo el bus 610 o el 611 que me llevan hasta el Hauptbahnhof de Bonn. El viaje dura exactamente diez y seis minutos. El bus lo usan en su mayoría los niños, los jóvenes, los pensionados, los trabajadores, los oficinistas y los extranjeros. El bus es un excelente observatorio de la sociedad. Se ve de todo: desde bobos hasta políticos. Me encanta la puntualidad del servicio público alemán. Me bajo en el centro, cruzo la calle y ya estoy en el Hauptbahnhof.  Mínimo dos veces al mes viajo a dictar conferencias en alguna ciudad alemana.
La estación del tren está llena de gente esperando en los diferentes andenes. Hoy hay muchos grupos de pensionados o gente de mi edad. Es algo típico alemán: viejos viajando. Pero también hay jóvenes y gente en plan viaje de trabajo. El tren es el medio más popular de transporte. A mí me parece la mejor forma de viajar. No hay ruido, es cómodo, es rápido, es seguro y el paisaje es inigualable. Aunque de tanto viajar la misma ruta ya no miro tanto al Rin, sus castillos, sus viñedos, sus pueblos y ese conjunto romántico y perfecto que es Alemania. Prefiero soñar. Desde niño me ha gustado soñar. En ese mundo me siento seguro, es mi segundo hogar. Allí me refugio cuando estoy triste o me he derrotado. También cuando la vida me sonríe me encierro en mis sueños para disfrutar de la realidad.
Mi tren, el IC 2027 que viene de Bremen con destino a Stuttgart, para en el andén 3. Allí estoy yo en mi oficio predilecto: mirar a los demás e imaginar su vida, su instante y sus posibilidades en la vida. El tren tiene diez minutos de retraso y yo he llegado diez minutos antes. Es algo que me quedó de Bogotá: salir con tiempo porque nunca se sabe si el bus pasa a tiempo o no. Es parte de mí. El andén está lleno. Una mujer mayor, al menos mayor que yo eso creo, pregunta por el horario del tren, una pareja alternativa con sus morrales camina de afán, un grupo de turistas alemanes habla animadamente con el que parece ser el guía, varios hombres con maletín esperan pensando en quién sabe qué, unas chicas enfrente charlan y miran a un chico que pasa, pasa una mujer sin dientes, drogadicta seguramente, ofreciendo el periódico de los sin techo, nadie la mira, una mujer joven, guapa y extranjera empuja un coche de bebé con un niño al lado, parece buscar a alguien, por el altavoz anuncian la llegada de un tren de cercanías. Me recuesto contra la baranda de la escalera que sube al andén y volteo a mirar a una joven que sube con la que parece ser la mamá. Me quedo mirándola. No puedo dejar de mirarla. No quiero dejar de mirarla.
Debe tener veinte años. Es alta. Delgada. Guapa. Lleva el pelo recogido. Tiene la piel dorada. Ojos café. Se viste a la última moda. Bolso y botas de esas que cuestan miles de euros. Hay una elegancia natural en todo lo que hace. Se está despidiendo de la mamá. Es obvio que es su mamá: también es alta, delgada y guapa.

Mientras la mamá se aleja, la joven se voltea a mirar. Ve que la miro, que la observo mejor dicho, no le molesta y se sienta en el suelo recostada contra la baranda del andén. Está a unos dos metros de mí. Dos metros de distancia entre ella y yo. La miro. No caigo en cuenta de que no he dejado de mirarla. Se pone los audífonos y se va su mundo de sueños. Alza la vista y me mira. Se detiene ese segundo más que significa. Mi consciente inconsciencia lo percibe. Ese segundo que hace la diferencia entre no me interesas y sí, te he visto, te reconozco, te sé.
Sigue en su mundo. Yo le doy una pausa. No muy larga. Me volteo de nuevo a mirarla y me está mirando. Con tranquilidad, sin afanes, dominando la situación deja de mirarme. Yo sí sigo mirándola. Me siento atraído.
Por el altavoz anuncian la llegada del tren. Todo el mundo coge sus maletas y se acerca a la orilla del andén. Del norte se ve la locomotora roja de la Bahn acercándose. La joven se ha levantado y mira hacia el tren. Quedamos en la mitad de un vagón y hay que escoger entre una puerta al principio del vagón o la otra al final. Miro cuál escoge ella y la sigo. Pero en esa puerta hay demasiada gente y me dirijo a la otra. Nunca volveré a ver a la joven alta, guapa y elegante, pienso mientras camino de prisa hacia la otra puerta que se ha llenado de viajeros que quieren subir. Todos esperan expectantes a que se bajen del vagón. Al llegar a la puerta y mirar una última vez a la joven guapa, veo que ella viene hacia la puerta en que espero con otros viajeros. En medio de la expectativa por subir al tren mi mente se alegra. Noto que en la puerta del vagón siguiente no esperan más de dos personas y me paso a la puerta del siguiente vagón. Me subo sabiendo que ahora sí mi suerte está echada: no volveré a ver a la joven guapa. El vagón está casi desocupado. Puedo escoger una silla en la ventana con vista al frente. Coloco mi maleta arriba y me siento. Miro el andén donde todavía corren un par de pasajeros retrasados y otras personas esperan. Un par de viajeros entran al vagón. No me lo creo, entre ellas la joven guapa que me está mirando. Se sienta en una silla desde la que nos podemos ver. Sonrío en mi mente. Miro por la ventana. El tren empieza a moverse. La joven se ha levantado de su puesto y viene hacia mí. Estoy fascinado mirándola. Qué guapa es. Se sienta en la silla junto a la mía al otro lado del pasillo. Acomoda sus cosas en la silla junto a ella, y se sienta. Me mira sin hacer gesto alguno. Tranquila, impresionante. Se voltea a mirar por su ventana y yo cierro los ojos.
El tren arranca, acelera. A la altura de Bad Godesberg ya lleva su velocidad normal. A los diez minutos pasamos Remagen y la joven guapa está hablando por el celular con alguna amiga, supongo. Habla sobre la fiesta del fin de semana. Me encanta su voz. No reconozco de qué región de Alemania es. Del sur en todo caso, no.
Al llegar a Koblenz, se levanta y va al WC. Camina sin prisas. Me encanta. Alta y delgada. Camina con un vaivén de caderas que me seduce. No hago otra cosa que verla, mirarla, observarla. Grabarla en mi memoria. Un par de viajeros descienden del tren y otros suben. El vagón sigue medio desocupado. Cierro los ojos. Tengo sueño, porque anoche estuve hasta el amanecer leyendo y escribiendo. En realidad, cuando me siento a escribir, leo y oigo música al mismo tiempo. Me gusta recibir todo tipo de estímulos antes de empezar a escribir. Siempre tengo elaborado en la mente un concepto, una escena o un diálogo. Con ello y la mezcla de lectura, recuerdos, imágenes y música escribo. Escribo, me detengo y pienso, vuelvo a leer, sigo escribiendo. Releo, quito, borro, corrijo. Lo mío es la poesía. Escribo poemas de amor. Quizá para compensar mi soledad, mi vida de eremita, de ciudadano solitario, de escribidor de abandonos y fracasos. O para enamorar. Escribo porque me gusta escribir. No hay misterio en ello. Ni magia ni musas. Sólo años de lectura y cantidad de textos echados a perder en el intento de lograr escribir algo que valga la pena.
Me he perdido en mis pensamientos y al girar veo que la joven guapa me está mirando. ¿Será que hace mucho me está mirando? Luego, le intereso. ¿Le debo hablar? ¿Qué hago? Un mínimo gesto de alguien que me interesa y ya se pone en movimiento la maquinaría de aproximación. También el susto al rechazo, a hacer el ridículo por imaginar algo que no es real. La atracción al comienzo es obvia para todos, menos para los que la padecen. La atracción es fuerte, irresistible y deliciosa. Mi cerebro trabaja sin descanso cuando de conquistar se trata. No sé cómo son los cerebros de los demás. A duras penas intuyo cómo es el mío. Y sólo ahora que ya llevo tantos años en el oficio de la vida. Porque en esta vida de lo que se trata es de conquistar y ser conquistado. De amar y ser amado. De vivir, en últimas.
Ya vamos llegando a Bingen. Y la joven guapa sigue en mi mente y al lado, tan cerca de mí. Quiero mirarla todo el tiempo. Tengo que hacer un esfuerzo para no quedarme observándola. Cierro los ojos y me escondo de la tentación de ser obvio en un rincón de mi mente. No sé si estoy así un par de segundos o de minutos pero al abrir los ojos, ella me está mirando. Percibo que hace rato me mira. Dios, qué suerte la mía.
En Siegen termina el trayecto de los castillos del Rín y comienza una llanura que se explaya a los dos lados del río. En mi mente oigo el madrigal de Claudio Monteverdi „Zefiro Torna, oh di soavi accenti“ con letra del poeta Ottavio Rinuccini .

Zefiro torna e di soavi accenti
l'aer fa grato e'il pié discioglie a l'onde
e, mormoranda tra le verdi fronde,
fa danzar al bel suon su'l prato i fiori.
Inghirlandato il crin Fillide e Clori
note temprando lor care e gioconde;
e da monti e da valli ime e profond
raddoppian l'armonia gli antri canori.
Sorge più vaga in ciel l'aurora, e'l sole,
sparge più luci d'or; più puro argento
fregia di Teti il bel ceruleo manto.
Sol io, per selve abbandonate e sole,
l'ardor di due begli occhi e'l mio tormento,
come vuol mia ventura, hor piango hor canto.“

Tan bella ella como este madrigal. La mujer que amo siempre tiene una canción, una melodía, música que la representa, que la hace eterna en mi vida.
En diez minutos llegaré a Mainz, pienso mientras miro el paisaje esplendido de un día lleno de sol y posibilidades. Quiero hablarle, pero sé que no lo voy a hacer. También sé que lo que hoy no haga, ya no lo haré nunca. Y callo. Mirar la belleza que no será nunca mía. Mirar por no atreverme a dar el primer paso. Cuánto tiempo perdido, cuántos amores que nunca fueron por esta inseguridad que me devora. La historia de mi vida es la historia de lo que nunca fue. Ella está abstraída en su música. Y yo contando los minutos en que aún podré verla. Éste será otro amor mudo, amor pasajero, amor para el olvido.
El tren no se detiene. Nada se detiene. Es irremediable, pronto dejaré de verla. La olvidaré. Ella seguirá su vida y yo la mía. Pero, cuánto quiero que esto no pase. Se bajará  en Mainz o seguirá conmigo. La vería un poco más y quizá con un mucho de suerte la volvería a encontrar en Speyer y me reconocería y quizá …..Parezco la lechera imaginando imposibles.
El revisor anuncia que en breves minutos llegaremos a Mainz.  El tren sigue andando a alta velocidad. En cinco minutos llegará en Mainz. Tengo que mirarla una vez más. Ella también me mira. Me quedo en sus ojos por un instante esperanzado de que no me olvide o de que el mundo se detenga. Un joven me mira con cara de por qué la miro tanto. La veo ir por el pasillo hacia la salida. Ella se baja en Mainz. Ella se va de mi vida. Acá nos separamos para siempre. Adiós breve encuentro que sólo existió en mi mente. A mi mente llega el poema de Luis Cernuda:
„Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.“

La conferencia en la universidad de Speyer es mi presentación de rutina sobre la poesía latinoamericana. Hago los mismos comentarios y chistes que alegran a los estudiantes. Luego viene la ronda de preguntas. Siempre similares. Más tarde voy  con algunos profesores de romanística a cenar en un restaurante de la ciudad. Hacia medianoche camino al hotel y me duermo. Siempre igual. Siempre me repito. Es mi trabajo. Mi manera de ganar dinero.

Me he levantado temprano para desayunar.  Los días siguen soleados, algo que no es obvio en Alemania, y la mañana está fresca y el cielo azul sin nubes. Sólo se ven las estelas blancas que dejan los aviones que aterrizan y despegan de Francfurt. 
Mientras tanto prendo el computador para leer las noticias. Ya no vivo sin que esté conectado a internet al constante fluir de noticias y hechos. Ahora que tengo el pelo blanco me alegra cada vez que me despierto y un día más espera por mí. He tomado conciencia de que estar vivo no es obvio, que es más bien un milagro. Y mucho más estar sano y optimista. Sin embargo, la manida frase de Ovidio Carpe Diem no la aplico nunca. Sólo hago lo que me da la gana. Como en este momento disfrutar de la lectura y del día que me espera sin saber qué me viene.
Después de desayunar,  me voy caminando a la estación del tren. Son las once de la mañana y Speyer está llena de gente, especialmente estudiantes que vienen o van de y a la universidad. La estación está con gente, pero no congestionada.
Somos seres que miramos. Somos, porque miramos. Nos fascina mirar. Mirar al otro. Mirar todo. Nuestros ojos captan a los demás, desde el conjunto hasta el detalle. La mirada busca siempre en los demás algo que nos sirva, a que nos enseñe, que nos recuerde de algo. Aprendemos a través de la mirada. La mirada nos une al mundo, a los demás. Somos ojos para entender a los demás. Y es viendo a los demás como nos comprendemos a nosotros mismos. La mirada es el instrumento que nos da el conocimiento. Miramos para ser. Y somos cuando miramos. Nos reconocemos en los otros y en los demás. La mirada individualiza y generaliza. La mirada piensa y piensa con nosotros. Y yo no soy la excepción y disfruto de cada momento en que sólo soy un observador de los demás, del entorno, del movimiento, del gesto, de las emociones de las personas que no se saben observadas, de los comportamientos del grupo, de los espacios que generamos entre la arquitectura y la cotidianidad de un acto tan común como esperar el tren.
El tren está demorado. Demasiado demorado para todos los que lo esperamos. Una pareja de jubilados canadienses en vacaciones se acercan a preguntarme sobre el retraso del tren a Colonia que es el mismo que tomo para ir a Bonn. Les explico que por los altoparlantes han informado de un retraso de una hora debido a un problema en la máquina. Me dan las gracias y se alejan un poco. Un soldado baja con afán las escaleras que llevan al andén. Está en uniforme y camina hacia el sitio para fumadores. Enciende un cigarrillo y aspira profundo. Se nota el alivio que siente tras la primera bocanada de humo que entra en sus pulmones. Una estudiante lee una novela sin preocuparse en apariencia del mundo que la rodea, aunque de cuando en cuando alza la cabeza y mira a su alrededor como para cerciorarse de que sigue en la estación y todo está bien. Una mujer alternativa, tipo hippie que regresa de Goa, de unos cuarenta años se está cambiando de zapatillas deportivas en medio de dos morrales viejos y desteñidos de donde cuelga un tiquete de equipaje del aeropuerto de Francfurt. Una pareja de extranjeros que residen desde hace tiempo en Alemania no han parado de hablar. Aunque no reconozco su idioma, me imagino que es del este. Una joven con la cara empolvada de blanca, el pelo pintado de negro y maquillaje del mismo color, trata de no desbordarse del pantalón que la aprisiona en su abundancia. Habla por el móvil mientras camina por el borde del andén. Un tipo con pinta de extranjero recostado contra la pared del edificio que está al lado del andén observa a la gente que espera o camina por el andén. Mi radar de colombiano me pone en alerta. Tiene la actitud del que quiere robar. Estoy casi seguro que es un ladrón de los que están en las estaciones de trenes y buses para aprovechar la multitud y robar a los despreocupados viajeros.
Anuncian que el tren ha sido cancelado y que debemos tomar el siguiente tren que llegará en media hora y viene por horario. Suspiro y me siento a esperar resignado. Miro de nuevo a la estudiante que sigue leyendo su libro. No puedo leer durante los viajes. Además ese tiempo lo utilizo en dejar que mi mente descanse observando el mundo que me rodea, en pensar lo que escribiré o en cómo solucionar algún problema que tenga. Al andén llegan un par de pasajeros más. Afortunadamente no hay mucha gente, así que habrá puestos en el tren. Cuando viajo solo siempre hay puesto. Algunos días en pleno verano los trenes van repletos o los fines de semana que mucha gente regresa a casa o va de visita a algún lugar.
Al fondo se ve el tren acercándose al andén. Al fin.
El tren se detiene y la puerta de un vagón ha quedado enfrente de donde estoy parado esperándolo. He alcanzado a ver por las ventanas del tren mientras paraba que no hay muchos pasajeros en él. Eso me tranquiliza. Siempre me pone nervioso pensar que no voy conseguir un puesto y que tengo que ir a otro vagón. Pero hasta ahora nunca ha sucedido. Debe ser mi mente fatalista que espera que algo malo suceda en el momento menos esperado. Las sillas de los vagones van en parejas y unas miran hacia una entrada y las otras hacia la otra. Así siempre hay mirando hacia delante, que creo que le gusta a mucha gente. Por ejemplo, a mí. Me gusta la ventana en el tren y mirar el paisaje. Dejarme llevar por el entorno y mis pensamientos. Cuido y cultivo ese espacio de tiempo que es sólo para mí. Durante los viajes así disfruto de ese aparente no hacer nada que es pensar, soñar, dejar que la mente decida sus prioridades.
Subo y me siento en una ventana que da hacia el costado que quedará al lado del Rin cuando lleguemos a él a la altura de Bingen. Me quito el saco. Me acomodo la camisa. Busco la mejor forma de sentarme para disfrutar del viaje. Cierro los ojos por un momento y me relajo. Abro los ojos y miro hacia afuera. El andén ha quedado vacío. Los pocos pasajeros se han subido ya al tren. El vagón está medio vacío. Será un viaje agradable, pienso. La puerta del vagón que está al fondo del pasillo frente a mí se abre. Una joven alta y guapa con una maleta en la mano entra. La miro. Se detiene mi respiración. No me lo puedo creer. Es ella: la joven que viajó conmigo. Ella también me ve. Me reconoce. Hace un mínimo gesto de placer y se acerca. Estoy en tensión. Sé que se va a sentar junto a mí. Lo sé. Aunque no quiero sentirme muy seguro no va y se ahuyente. Mi mente está en alerta. Estoy en alerta. Expectativa y placer se mezclan en mí. Sigue acercándose sin mirar los asientos vacíos que hay a su paso. Ya va a llegar a mí. La veo, casi que la siento y la imagino ya sentándose. Llega a mí. Se detiene a mi lado y sube la maleta al portamaletas encima de las sillas. Me mira y sonríe. Me está hablando. Mejor dicho me saluda. Hallo, me dice en alemán. Achino los ojos y le respondo Hallo. Estoy ahogado en dicha. Está más guapa de lo que la recordaba. Y se viste de maravilla. Un ligero olor a perfume me envuelve al sentarse a mi lado. Es un instante eterno detenido en mis sentidos. No sé si no he dejado de mirarla o de imaginarla. Floto en sueños.
Me está mirando mientras sonríe. Sentada tan plácida, segura de su belleza y de su atractivo no ha dejado de mirarme a los ojos. La miro sonriendo y digo “Was für ein toller Zufall!. Se ríe y responde “Sí, uno entre un millón”.
La primera vez es inolvidable. Nos impregna. Nos determina. No la podemos olvidar. La primera vez. La primavera vez que hacemos algo, que comemos algo, que sentimos dolor, que lloramos. La primera vez es memorable, salvo la primera vez que morimos que es también la última vez. La primera vez que ves a una mujer que va a entrar en tu vida y lo va a cambiar todo es única y jamás dejaremos de volverla a sentir. Aunque nuestra mente con el tiempo cambie esa primera vez y la convierta en la primera vez como hubiéramos querido que fuera. Nuestra mente se graba esa primera vez. Es impresionante las sinapsis que se unen y se convierten en caminos de neuronas que nos llevan una y otra vez a esa primera y maravillosa vez en que la vimos y supimos que ella podía ser, tenía que ser y sería.
No sé qué decirle pero también sé que tengo que decirle algo. Y tiene que ser ya. Pienso y pienso y el tiempo parece interminable, largo, eterno.
-¿Viajas de regreso a Bonn?- le pregunto.
-Sí.- me contesta lacónica.
-¿Estudias en Bonn?-
-Sí- otra vez una respuesta demasiado corta.
-¿ Qué estudias?-
-Estudio derecho. Y estoy en octavo semestre. Ya he presentado mi primer examen estatal.-
-Guauu. Muy bien.- al decirlo siento como si hubiera ladrado. A mi mente viene el edificio del Juridicum que es la sede principal de la facultad de derecho. La facultad tiene fama de buena y conservadora. De niños bien.
Sonríe. Me sonríe. Me anima con la mirada. Sus ojos son acaramelados con chispas.
-¿De dónde eres?- me pregunta.-
-Soy colombiano- respondo aliviado de que ella haya tomado la iniciativa y quiera seguir hablando.
-Un suramericano.- me dice mirándome a los ojos.
-Sí, un suramericano. Me llamo Gabriel, Gabriel Jacobsen. Y ¿tú?-
-Isabella, Isabella de Montfort-
-Ummmm, descendiente de los hugonotes- le digo.
-Sí, exacto- me mira sorprendida.
La matanza de San Bartolomé que comenzó en la noche del veintitrés al veinticuatro de agosto de 1572 en París fue ordenada por Catalina de Medicis, madre del rey Carlos IX contra los hugonotes, protestantes calvinistas franceses, en la lucha por el poder. Durante meses fueron perseguidos en toda Francia y asesinados. Muchos de los sobrevivientes huyeron a Alemania donde encontraron refugio y se integraron a la sociedad. Algunos apellidos importantes de Alemania tienen un origen hugonote como Lafontaine, De Maiziere. Y ella es una más de esos protestantes que encontraron un nuevo hogar en Alemania.
-Te vi en el viaje de ida. Iba a visitar a mi abuela en Francfurt. Te vi desde que estábamos en el andén- me dice.
-Yo también te vi-
-Lo sé- me dice y ríe.
-Estaba en Speyer- le cuento.
-¿Qué hacías?- me pregunta.
-Dicté una conferencia sobre literatura española-
-Ajá. Cuando terminé la carrera pienso viajar a Sudamérica. Pasaré por Colombia. ¿De qué parte de Colombia eres?-
-De Bogotá. Y tú ¿de qué parte de Alemania eres?-
-Nací en Münster, pero vivo en Bonn desde pequeña.-
-¿Tienes hermanos?- le pregunto.
-Sí, una hermana mayor-
-Eres muy guapa- no sé por qué lo he dicho. Desde que hemos comenzado a hablar no he hecho otra cosa que memorizar su cara, sus facciones, el color de sus ojos y de su piel,grabarme en la mente el sonido de su voz. Sus gestos y su manera de vestir. La he estado memorizando toda.
Sonríe y me dice “Gracias” mientras me roza el borde la mano con sus dedos. Siento como si un aguacero de dicha me hubiera caído encima. Siento calor y una sensación placentera me invade el cuerpo. Le toco suavemente los dedos de su mano. No retira la mano. Sólo me mira y suspira. Sin darnos cuenta nos acercamos. Huelo su perfume suave. Me gusta.
Permanecemos callados un rato mientras por la ventana se ven los castillos del Rin. Me mira sonriendo y con los ojos llenos de estrellas. Le sonrío y le quito un mechón de pelo que le cae sobre la cara. Mi piel está electrizada. Me siento ligero y sorprendido de mi audacia. Me toma la mano entre sus manos. La retiene. Mira al frente, cierra los ojos, suspira y me toma la mano con su mano.
-He pensado en ti desde que nos vimos en la estación de Bonn- me dice sin mirarme.
-Yo también- le contesto sin reponerme de la sorpresa. Ha pensado en mí. No soy el único loco del mundo.
Me estoy quieto. No me quiero mover. No quiero despertarme de este sue
ño. Ni siquiera parpadeo. Quiero que todo siga así. Ella tiene los ojos cerrados. Está quieta. No parece dormir. Creo que está pensando en lo que estamos haciendo. Dos extraños de edades diferentes se toman de la mano y crean una intimidad que sobrecoge, que es maravillosa.
Entreabre los ojos, voltea a mirarme y sonríe.
-Quiero disfrutar este instante- me dice en un susurro.
Sólo le sonrío para que sepa que siento lo mismo, que soy feliz.
Sin darnos cuenta hemos pasado Koblenz y estamos cruzando Remagen. Estamos a punto de llegar a Bonn. Y no sé qué pasará cono nosotros. E temo que cada uno seguirá su camino, que no volveremos a vernos, que todo fue un momento de debilidad. ¿Qué pensará ella? Quiero que nos veamos de nuevo. Lo quiero.
El revisor del tren anuncia que estamos a pocos minutos de llegar a la estación de Bonn. Me suelta la mano. Se acomoda la bufanda. Se para y coge su maleta. Me mira y sonríe. Me paro y tomo la mía. Ella sale al corredor del vagón y se dirige hacia la puerta de salida. La sigo. Se voltea a mirarme y nos sonreímos.
El tren se detiene en el andén número uno que es el habitual para este tren. El andén está lleno de pasajeros ansioso por subirse al tren. Frente a nuestra puerta hay varios pasajeros esperando para salir y otros tantos para entrar. Sigo detrás de ella. Me busca la mano y la roza con la suya. Le devuelvo el gesto. Nos miramos. Se abre la puerta y la gente empieza a salir. Los de afuera esperan sin presionar a que bajemos y luego suben.
Caminamos hacia el final del andén. Uno al lado del otro. Callados. Quiero que el tiempo se detenga. No quiero que nos separemos, que no nos volvamos a ver. No quiero. Al llegar al final del andén se detiene. Suelta la maleta y me mira a los ojos.
-Quiero volver a verte- me dice.
-Yo también quiero- le respondo.
Me da el número del móvil. Me mira esperando algo. Sonrío tontamente. Por dios, si seré bobo. Se acerca y me abraza. La abrazo con fuerza. Siento su cuerpo delgado y fuerte contra el mío. Me encanta que su pelo esté contra mi cara. Me gusta su olor. Me gusta mucho. Se separa sin soltarse de mí. Me mira, se hunde en mi mirada y me da un beso en el cachete. Se aprieta a mí. Me coge las manos y me dice que se tiene que ir, porque la mamá la está esperando con el coche.
Nos decimos adiós. Me quedo mirando como se aleja y se acerca al coche, saluda y se sube. Pero antes de cerrar la puerta, voltea con la mirada a buscarme. Nos miramos y me hace un gesto mínimo. Cierra la puerta. Estoy parado en mitad de la estación. Soy feliz.
La miro una vez más detrás de la ventana del coche con su belleza eterna y caigo en cuenta de que toda la vida he viajado para llegar a ella.



Bonn, jueves, 17 de octubre de 2013

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