He
dejado de luchar contra todo, pienso mientras miro desde el balcón
el extenso jardín del edificio donde vivo. El prado verde está
perfectamente cuidado y los árboles son grandes y frondosos. Oigo
el canto incesante de los pájaros que esconden el murmullo eterno de
la ciudad. Ya no peleo contra mi destino, ni contra los que piensan
diferente a mí. No quiero lograr nada. Me interesan muchas cosas,
pero sólo para mí. De esa necesidad de ser conocido, adorado,
respetado y tenido en cuenta por los demás me queda poco. En
realidad, los demás no me interesan. Sólo me interesan mis
pensamientos y mi vida. Esa vida tranquila y aburrida que llevo. Mis
aventuras son mentales. Mi curiosidad y mi necesidad de expresarme
las guardo para mí. Pienso y escribo mucho. No puedo parar. Pero lo
hago para mí, para satisfacer esta necesidad de conocer, de
transformar lo que percibo en otro universo, en mi universo. Mi mundo
es tan infinito como el mundo exterior. Hay tanto que tengo que
descubrir de mí que se pensaría que no me interesa la vida más
allá de la mía. La verdad es que la vida me interesa y mucho. La
disfruto tal como venga. Siempre y cuando no sea un desastre o una
tragedia. A esta altura de mi vida no estoy hecho para ello. Quiero
vivir sin pausa y sin angustias. Quiero dejar que la vida llueva
sobre mí y de mí broten ideas, sueños y hechos que me transformen,
que me permitan conocer a ese desconocido que soy, en el que vivo.
Ahora
que me dejo ir por donde la vida me lleva he encontrado personas que
me cambian y que me dan de sí tanto y con tanta frecuencia que no
puedo más que gozar el instante en que estoy. Así fue que llegó a
mí, una vez más ,el amor. De sorpresa como siempre. Y así conocí
a Isabella de Montfort el día después de haber comenzado a leer
Lolita de Nabukov.
No sé si fue por designio de los dioses o casualidad que encontré lo que no sabía que estaba buscando. Al buscar algo para leer en la biblioteca me tropecé con el libro Lolita de Nabokov. Abandonado entre otros muchos, allí estaba llamándome para que lo abriera y le echara un vistazo. Al empezar a leerlo me di cuenta de que estaba frente a uno de los más poéticos comienzos de un libro que hubiera leído.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Mi diversión, mi oficio, mi pasión son los libros. Me encanta comprarlos, tocarlos, mirarlos, hojearlos, leerlos, tenerlos a la mano. Disfruto sentándome frente al escritorio y voltear a mirar los estantes de la biblioteca con libros de todo tipo. Reconozco que estoy orgulloso del caos que existe, porque así leo y así vivo. No sé si tengo muchos libros o apenas los indispensables. Tampoco importa. No he leído todas las maravillas que existen. Supongo que no me interesa. No necesito posar de culto. Para mí los libros son mi otro yo. Leer es mi oficio y mi placer. Nada más. Adentrarme en el pensamiento, las vivencias y los sueños de otros. Leo, porque estaba en mí leer. No hay ningún mérito en ello. No me esfuerzo. No me es difícil y menos aburrido. Aunque haya un montón de libros que no se dejan leer. Y qué fama la que tienen. Sin razón alguna distinta a mi capricho, me olvido de algunos libros que permanecen en la biblioteca sin ser vistos o tocados por años y de pronto por no sé qué razón los encuentro de nuevo y los devoro.
Quien nace lector un día empieza a escribir. Se escribe como una continuación natural de la lectura. La necesidad de leer algo de una forma en que otro no lo ha expresado y que uno quisiera que se pudiera leer de esa nueva forma son la necesidad de escribir de todo buen lector. Algunos lectores no tienen la necesidad de escribir. Otros, sí. Soy de los segundos. Me gusta escribir. Escribir es un placer más en mi vida. He tenido suerte en hacer lo que me gusta. Al menos en parte. Y de la escritura me fascina la poesía. Para mí es la manera de expresar la belleza de lo que somos y lo que pensamos. Un poeta no tiene que escribir cada noche los versos más tristes. Un poeta tiene que vivir hasta las últimas consecuencias el instante, la alegría, el amor y la vida. Lo demás viene incluido. Un poeta sólo tiene que vivir. Los versos más tristes siempre pueden esperar. La lectura y la escritura son mi tentación y mi vida.
Es mediados de junio y hace calor a orillas del Rin. El cielo amanece cada día azul y todo resplandece. La gente disfruta de la vida y yo con ella. Es el tiempo de no preocuparse, de aprovechar el instante, de vivir. Los días como hoy son escasos en la vida y sería un desperdicio no gozarlos hasta las últimas consecuencias. Disfrutar la eternidad de cada instante y del presente son una tentación irresistible.
Caer en la tentación está condenado por la beatería religiosa y filosófica, pero yo que nunca he pretendido ser más que ninguno, me dejaré caer en las tentaciones que la vida tenga aún que ofrecerme. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe a mí. Es el momento de salir a vivir. Al fin. Voy a dejarme caer en la tentación de ser yo mismo.
No sé si fue por designio de los dioses o casualidad que encontré lo que no sabía que estaba buscando. Al buscar algo para leer en la biblioteca me tropecé con el libro Lolita de Nabokov. Abandonado entre otros muchos, allí estaba llamándome para que lo abriera y le echara un vistazo. Al empezar a leerlo me di cuenta de que estaba frente a uno de los más poéticos comienzos de un libro que hubiera leído.
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.” Mi diversión, mi oficio, mi pasión son los libros. Me encanta comprarlos, tocarlos, mirarlos, hojearlos, leerlos, tenerlos a la mano. Disfruto sentándome frente al escritorio y voltear a mirar los estantes de la biblioteca con libros de todo tipo. Reconozco que estoy orgulloso del caos que existe, porque así leo y así vivo. No sé si tengo muchos libros o apenas los indispensables. Tampoco importa. No he leído todas las maravillas que existen. Supongo que no me interesa. No necesito posar de culto. Para mí los libros son mi otro yo. Leer es mi oficio y mi placer. Nada más. Adentrarme en el pensamiento, las vivencias y los sueños de otros. Leo, porque estaba en mí leer. No hay ningún mérito en ello. No me esfuerzo. No me es difícil y menos aburrido. Aunque haya un montón de libros que no se dejan leer. Y qué fama la que tienen. Sin razón alguna distinta a mi capricho, me olvido de algunos libros que permanecen en la biblioteca sin ser vistos o tocados por años y de pronto por no sé qué razón los encuentro de nuevo y los devoro.
Quien nace lector un día empieza a escribir. Se escribe como una continuación natural de la lectura. La necesidad de leer algo de una forma en que otro no lo ha expresado y que uno quisiera que se pudiera leer de esa nueva forma son la necesidad de escribir de todo buen lector. Algunos lectores no tienen la necesidad de escribir. Otros, sí. Soy de los segundos. Me gusta escribir. Escribir es un placer más en mi vida. He tenido suerte en hacer lo que me gusta. Al menos en parte. Y de la escritura me fascina la poesía. Para mí es la manera de expresar la belleza de lo que somos y lo que pensamos. Un poeta no tiene que escribir cada noche los versos más tristes. Un poeta tiene que vivir hasta las últimas consecuencias el instante, la alegría, el amor y la vida. Lo demás viene incluido. Un poeta sólo tiene que vivir. Los versos más tristes siempre pueden esperar. La lectura y la escritura son mi tentación y mi vida.
Es mediados de junio y hace calor a orillas del Rin. El cielo amanece cada día azul y todo resplandece. La gente disfruta de la vida y yo con ella. Es el tiempo de no preocuparse, de aprovechar el instante, de vivir. Los días como hoy son escasos en la vida y sería un desperdicio no gozarlos hasta las últimas consecuencias. Disfrutar la eternidad de cada instante y del presente son una tentación irresistible.
Caer en la tentación está condenado por la beatería religiosa y filosófica, pero yo que nunca he pretendido ser más que ninguno, me dejaré caer en las tentaciones que la vida tenga aún que ofrecerme. No le debo nada a nadie, ni nadie me debe a mí. Es el momento de salir a vivir. Al fin. Voy a dejarme caer en la tentación de ser yo mismo.
Nos
sentimos extranjeros en el presente. Quisiéramos huir al pasado. En
los errores irremediables parece que nos sentimos más seguros. Hoy
quiero vivir, vivir este presente que no conozco, que me está
envolviendo desde esta mañana,
desde hace días, desde hace un rato, desde siempre, desde ya.
Estoy
a punto de salir del apartamento para ir a la estación del tren y
viajar a Speyer a dictar una conferencia. Son las dos y media de la tarde
de un miércoles de junio y el sol brilla en el cielo azul. Llevo mi
buen ánimo y una maleta pequeña
con mi piyama, tres camisas, dos pantalones, un saco, tres pares de
medias y otro par de zapatos. La calle está sola. Pero se oye el
ruido de la ciudad. Ese murmullo permanente que envuelve la ciudad. A
mis vecinos casi nunca los veo. La pareja de jóvenes franceses con
su hija de dos años, que viven enfrente tienen horarios distintos al
mío; la pareja de pensionados alemanes que viven a oscuras, en
silencio y oliendo a ajo poco salen y cuando salen parecen una pareja
de la DDR; la alemana enorme que dicta clases de alemán a
extranjeros y que chismorrea a todo el barrio sí que la veo y oigo;
y en el piso de abajo vive una familia de Zimbabue con sus diez
hijos, que en verano se apropian de los jardines y los llenan de
gritos, de risas y de vida y los hindúes que ponen en la puerta
velas, caminitos de sal y símbolos religiosos para protegerse. Somos
multi culti, como dirían acá en Alemania. Pero hoy no veo a
ninguno. La calle me espera. El aire tibio y oloroso a naturaleza me
envuelve. Me hace feliz.
Camino
por la Kennedyallee hasta el paradero donde cojo el bus 610 o el 611
que me llevan hasta el Hauptbahnhof de Bonn. El viaje dura
exactamente diez y seis minutos. El bus lo usan en su mayoría los
niños, los jóvenes, los pensionados, los trabajadores, los
oficinistas y los extranjeros. El bus es un excelente observatorio de
la sociedad. Se ve de todo: desde bobos hasta políticos. Me encanta
la puntualidad del servicio público alemán. Me bajo en el centro,
cruzo la calle y ya estoy en el Hauptbahnhof. Mínimo dos veces al mes viajo a dictar conferencias en alguna ciudad alemana.
La
estación del tren está llena de gente esperando en los diferentes
andenes. Hoy hay muchos grupos de pensionados o gente de mi edad. Es
algo típico alemán: viejos viajando. Pero también hay jóvenes y
gente en plan viaje de trabajo. El tren es el medio más popular de
transporte. A mí me parece la mejor forma de viajar. No hay ruido,
es cómodo, es rápido, es seguro y el paisaje es inigualable.
Aunque de tanto viajar la misma ruta ya no miro tanto al Rin, sus
castillos, sus viñedos, sus pueblos y ese conjunto romántico y
perfecto que es Alemania. Prefiero soñar. Desde niño me ha gustado
soñar. En ese mundo me siento seguro, es mi segundo hogar. Allí me
refugio cuando estoy triste o me he derrotado. También cuando la
vida me sonríe me encierro en mis sueños para disfrutar de la
realidad.
Mi
tren, el IC 2027 que viene de Bremen con destino a Stuttgart, para en
el andén 3. Allí estoy yo en mi oficio predilecto: mirar a los
demás e imaginar su vida, su instante y sus posibilidades en la
vida. El tren tiene diez minutos de retraso y yo he llegado diez
minutos antes. Es algo que me quedó de Bogotá: salir con tiempo
porque nunca se sabe si el bus pasa a tiempo o no. Es parte de mí.
El andén está lleno. Una mujer mayor, al menos mayor que yo eso
creo, pregunta por el horario del tren, una pareja alternativa con
sus morrales camina de afán, un grupo de turistas alemanes habla
animadamente con el que parece ser el guía, varios hombres con
maletín esperan pensando en quién sabe qué, unas chicas enfrente
charlan y miran a un chico que pasa, pasa una mujer sin dientes,
drogadicta seguramente, ofreciendo el periódico de los sin techo,
nadie la mira, una mujer joven, guapa y extranjera empuja un coche de
bebé con un niño al lado, parece buscar a alguien, por el altavoz
anuncian la llegada de un tren de cercanías. Me recuesto contra la
baranda de la escalera que sube al andén y volteo a mirar a una
joven que sube con la que parece ser la mamá. Me quedo mirándola.
No puedo dejar de mirarla. No quiero dejar de mirarla.
Debe
tener veinte años. Es alta. Delgada. Guapa. Lleva el pelo recogido.
Tiene la piel dorada. Ojos café. Se viste a la última moda. Bolso y
botas de esas que cuestan miles de euros. Hay una elegancia natural
en todo lo que hace. Se está despidiendo de la mamá. Es obvio que
es su mamá: también es alta, delgada y guapa.
Mientras la mamá se aleja, la joven se voltea a mirar. Ve que la miro, que la observo mejor dicho, no le molesta y se sienta en el suelo recostada contra la baranda del andén. Está a unos dos metros de mí. Dos metros de distancia entre ella y yo. La miro. No caigo en cuenta de que no he dejado de mirarla. Se pone los audífonos y se va su mundo de sueños. Alza la vista y me mira. Se detiene ese segundo más que significa. Mi consciente inconsciencia lo percibe. Ese segundo que hace la diferencia entre no me interesas y sí, te he visto, te reconozco, te sé.
Sigue
en su mundo. Yo le doy una pausa. No muy larga. Me volteo de nuevo a
mirarla y me está mirando. Con tranquilidad, sin afanes, dominando
la situación deja de mirarme. Yo sí sigo mirándola. Me siento
atraído.
Por
el altavoz anuncian la llegada del tren. Todo el mundo coge sus
maletas y se acerca a la orilla del andén. Del norte se ve la
locomotora roja de la Bahn acercándose. La joven se ha levantado y
mira hacia el tren. Quedamos en la mitad de un vagón y hay que
escoger entre una puerta al principio del vagón o la otra al final.
Miro cuál escoge ella y la sigo. Pero en esa puerta hay demasiada
gente y me dirijo a la otra. Nunca volveré a ver a la joven alta,
guapa y elegante, pienso mientras camino de prisa hacia la otra
puerta que se ha llenado de viajeros que quieren subir. Todos esperan
expectantes a que se bajen del vagón. Al llegar a la puerta y mirar
una última vez a la joven guapa, veo que ella viene hacia la puerta
en que espero con otros viajeros. En medio de la expectativa por
subir al tren mi mente se alegra. Noto que en la puerta del vagón
siguiente no esperan más de dos personas y me paso a la puerta del
siguiente vagón. Me subo sabiendo que ahora sí mi suerte está
echada: no volveré a ver a la joven guapa. El vagón está casi
desocupado. Puedo escoger una silla en la ventana con vista al
frente. Coloco mi maleta arriba y me siento. Miro el andén donde
todavía corren un par de pasajeros retrasados y otras personas
esperan. Un par de viajeros entran al vagón. No me lo creo, entre
ellas la joven guapa que me está mirando. Se sienta en una silla
desde la que nos podemos ver. Sonrío en mi mente. Miro por la
ventana. El tren empieza a moverse. La joven se ha levantado de su
puesto y viene hacia mí. Estoy fascinado mirándola. Qué guapa es.
Se sienta en la silla junto a la mía al otro lado del pasillo.
Acomoda sus cosas en la silla junto a ella, y se sienta. Me mira sin
hacer gesto alguno. Tranquila, impresionante. Se voltea a mirar por
su ventana y yo cierro los ojos.
El
tren arranca, acelera. A la altura de Bad Godesberg ya lleva su
velocidad normal. A los diez minutos pasamos Remagen y la joven guapa
está hablando por el celular con alguna amiga, supongo. Habla sobre
la fiesta del fin de semana. Me encanta su voz. No reconozco de qué
región de Alemania es. Del sur en todo caso, no.
Al llegar a Koblenz, se levanta y va al WC. Camina sin prisas. Me encanta. Alta y delgada. Camina con un vaivén de caderas que me seduce. No hago otra cosa que verla, mirarla, observarla. Grabarla en mi memoria. Un par de viajeros descienden del tren y otros suben. El vagón sigue medio desocupado. Cierro los ojos. Tengo sueño, porque anoche estuve hasta el amanecer leyendo y escribiendo. En realidad, cuando me siento a escribir, leo y oigo música al mismo tiempo. Me gusta recibir todo tipo de estímulos antes de empezar a escribir. Siempre tengo elaborado en la mente un concepto, una escena o un diálogo. Con ello y la mezcla de lectura, recuerdos, imágenes y música escribo. Escribo, me detengo y pienso, vuelvo a leer, sigo escribiendo. Releo, quito, borro, corrijo. Lo mío es la poesía. Escribo poemas de amor. Quizá para compensar mi soledad, mi vida de eremita, de ciudadano solitario, de escribidor de abandonos y fracasos. O para enamorar. Escribo porque me gusta escribir. No hay misterio en ello. Ni magia ni musas. Sólo años de lectura y cantidad de textos echados a perder en el intento de lograr escribir algo que valga la pena.
Al llegar a Koblenz, se levanta y va al WC. Camina sin prisas. Me encanta. Alta y delgada. Camina con un vaivén de caderas que me seduce. No hago otra cosa que verla, mirarla, observarla. Grabarla en mi memoria. Un par de viajeros descienden del tren y otros suben. El vagón sigue medio desocupado. Cierro los ojos. Tengo sueño, porque anoche estuve hasta el amanecer leyendo y escribiendo. En realidad, cuando me siento a escribir, leo y oigo música al mismo tiempo. Me gusta recibir todo tipo de estímulos antes de empezar a escribir. Siempre tengo elaborado en la mente un concepto, una escena o un diálogo. Con ello y la mezcla de lectura, recuerdos, imágenes y música escribo. Escribo, me detengo y pienso, vuelvo a leer, sigo escribiendo. Releo, quito, borro, corrijo. Lo mío es la poesía. Escribo poemas de amor. Quizá para compensar mi soledad, mi vida de eremita, de ciudadano solitario, de escribidor de abandonos y fracasos. O para enamorar. Escribo porque me gusta escribir. No hay misterio en ello. Ni magia ni musas. Sólo años de lectura y cantidad de textos echados a perder en el intento de lograr escribir algo que valga la pena.
Me
he perdido en mis pensamientos y al girar veo que la joven guapa me
está mirando. ¿Será que hace mucho me está mirando? Luego, le
intereso. ¿Le debo hablar? ¿Qué hago? Un mínimo gesto de alguien
que me interesa y ya se pone en movimiento la maquinaría de
aproximación. También el susto al rechazo, a hacer el ridículo por
imaginar algo que no es real. La atracción al comienzo es obvia para
todos, menos para los que la padecen. La atracción es fuerte,
irresistible y deliciosa. Mi cerebro trabaja sin descanso cuando de
conquistar se trata. No sé cómo son los cerebros de los demás. A
duras penas intuyo cómo es el mío. Y sólo ahora que ya llevo
tantos años en el oficio de la vida. Porque en esta vida de lo que
se trata es de conquistar y ser conquistado. De amar y ser amado. De
vivir, en últimas.
Ya
vamos llegando a Bingen. Y la joven guapa sigue en mi mente y al
lado, tan cerca de mí. Quiero mirarla todo el tiempo. Tengo que
hacer un esfuerzo para no quedarme observándola. Cierro los ojos y
me escondo de la tentación de ser obvio en un rincón de mi mente.
No sé si estoy así un par de segundos o de minutos pero al abrir
los ojos, ella me está mirando. Percibo que hace rato me mira. Dios,
qué suerte la mía.
En Siegen termina el trayecto de los castillos del Rín y comienza una llanura que se explaya a los dos lados del río. En mi mente oigo el madrigal de Claudio Monteverdi „Zefiro Torna, oh di soavi accenti“ con letra del poeta Ottavio Rinuccini .
En Siegen termina el trayecto de los castillos del Rín y comienza una llanura que se explaya a los dos lados del río. En mi mente oigo el madrigal de Claudio Monteverdi „Zefiro Torna, oh di soavi accenti“ con letra del poeta Ottavio Rinuccini .
„Zefiro torna e di soavi accenti
l'aer fa grato e'il pié discioglie a l'onde
e, mormoranda tra le verdi fronde,
fa danzar al bel suon su'l prato i fiori.
Inghirlandato il crin Fillide e Clori
note temprando lor care e gioconde;
e da monti e da valli ime e profond
raddoppian l'armonia gli antri canori.
Sorge più vaga in ciel l'aurora, e'l sole,
sparge più luci d'or; più puro argento
fregia di Teti il bel ceruleo manto.
Sol io, per selve abbandonate e sole,
l'ardor di due begli occhi e'l mio tormento,
come vuol mia ventura, hor piango hor canto.“
Tan bella ella como este madrigal. La mujer que amo siempre tiene una canción, una melodía, música que la representa, que la hace eterna en mi vida.
En
diez minutos llegaré a Mainz, pienso mientras miro el paisaje
esplendido de un día lleno de sol y posibilidades. Quiero hablarle,
pero sé que no lo voy a hacer. También sé que lo que hoy no haga,
ya no lo haré nunca. Y callo. Mirar la belleza que no será nunca
mía. Mirar por no atreverme a dar el primer paso. Cuánto tiempo
perdido, cuántos amores que nunca fueron por esta inseguridad que me
devora. La historia de mi vida es la historia de lo que nunca fue.
Ella está abstraída en su música. Y yo contando los minutos en que
aún podré verla. Éste será otro amor mudo, amor pasajero, amor
para el olvido.
El
tren no se detiene. Nada se detiene. Es irremediable, pronto dejaré
de verla. La olvidaré. Ella seguirá su vida y yo la mía. Pero,
cuánto quiero que esto no pase. Se bajará en Mainz o seguirá conmigo. La
vería un poco más y quizá con un mucho de suerte la volvería a
encontrar en Speyer y me reconocería y quizá
…..Parezco la lechera imaginando imposibles.
El
revisor anuncia que en breves minutos llegaremos a Mainz. El tren
sigue andando a alta velocidad. En cinco minutos llegará en Mainz.
Tengo que mirarla una vez más. Ella también me mira. Me quedo en
sus ojos por un instante esperanzado de que no me olvide o de que el
mundo se detenga. Un joven me mira con cara de por qué la miro
tanto. La veo ir por el pasillo hacia la salida. Ella se baja en
Mainz. Ella se va de mi vida. Acá nos separamos para siempre. Adiós breve
encuentro que sólo existió en mi mente. A mi mente llega el poema
de Luis Cernuda:
„Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.“
„Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.“
La conferencia en la universidad de Speyer es mi presentación de rutina sobre la poesía latinoamericana. Hago los mismos comentarios y chistes que alegran a los estudiantes. Luego viene la ronda de preguntas. Siempre similares. Más tarde voy con algunos profesores de romanística a cenar en un restaurante de la ciudad. Hacia medianoche camino al hotel y me duermo. Siempre igual. Siempre me repito. Es mi trabajo. Mi manera de ganar dinero.
Me
he levantado temprano para desayunar. Los días siguen soleados, algo que no es obvio en Alemania,
y la mañana está fresca y el cielo azul sin nubes. Sólo se ven las
estelas blancas que dejan los aviones que aterrizan y despegan de
Francfurt.
Mientras
tanto prendo el computador para leer las noticias. Ya no vivo sin que
esté conectado a internet al constante fluir de noticias y hechos.
Ahora que tengo el pelo blanco me alegra cada vez que me despierto y
un día más espera por mí. He tomado conciencia de que estar vivo
no es obvio, que es más bien un milagro. Y mucho más estar sano y
optimista. Sin embargo, la manida frase de Ovidio Carpe Diem no la
aplico nunca. Sólo hago lo que me da la gana. Como en este momento
disfrutar de la lectura y del día que me espera sin saber qué me
viene.
Después
de desayunar, me voy caminando a la estación del tren. Son las once
de la mañana y Speyer está llena de gente, especialmente estudiantes
que vienen o van de y a la universidad. La estación está con gente,
pero no congestionada.
Somos
seres que miramos. Somos, porque miramos. Nos fascina mirar. Mirar al
otro. Mirar todo. Nuestros ojos captan a los demás, desde el
conjunto hasta el detalle. La mirada busca siempre en los demás algo
que nos sirva, a que nos enseñe, que nos recuerde de algo.
Aprendemos a través de la mirada. La mirada nos une al mundo, a los
demás. Somos ojos para entender a los demás. Y es viendo a los
demás como nos comprendemos a nosotros mismos. La mirada es el
instrumento que nos da el conocimiento. Miramos para ser. Y somos
cuando miramos. Nos reconocemos en los otros y en los demás. La
mirada individualiza y generaliza. La mirada piensa y piensa con
nosotros. Y yo no soy la excepción y disfruto de cada momento en que
sólo soy un observador de los demás, del entorno, del movimiento,
del gesto, de las emociones de las personas que no se saben
observadas, de los comportamientos del grupo, de los espacios que
generamos entre la arquitectura y la cotidianidad de un acto tan
común como esperar el tren.
El
tren está demorado. Demasiado demorado para todos los que lo
esperamos. Una pareja de jubilados canadienses en vacaciones se
acercan a preguntarme sobre el retraso del tren a Colonia que es el
mismo que tomo para ir a Bonn. Les explico que por los altoparlantes
han informado de un retraso de una hora debido
a un problema en la máquina. Me dan las gracias y se alejan un poco.
Un soldado baja con afán las escaleras que llevan al andén. Está
en uniforme y camina hacia el sitio para fumadores. Enciende un
cigarrillo y aspira profundo. Se nota el alivio que siente tras la
primera bocanada de humo que entra en sus pulmones. Una estudiante
lee una novela sin preocuparse en apariencia del mundo que la rodea,
aunque de cuando en cuando alza la cabeza y mira a su alrededor como
para cerciorarse de que sigue en la estación y todo está bien. Una
mujer alternativa, tipo hippie que regresa de Goa, de unos cuarenta
años se está cambiando de zapatillas deportivas en medio de dos
morrales viejos y desteñidos de donde cuelga un tiquete de equipaje
del aeropuerto de Francfurt. Una pareja de extranjeros que residen
desde hace tiempo en Alemania no han parado de hablar. Aunque no
reconozco su idioma, me imagino que es del este. Una joven con la
cara empolvada de blanca, el pelo pintado de negro y maquillaje del
mismo color, trata de no desbordarse del pantalón que la aprisiona
en su abundancia. Habla por el móvil mientras camina por el borde
del andén. Un tipo con pinta de extranjero recostado contra la pared
del edificio que está al lado del andén observa a la gente que
espera o camina por el andén. Mi radar de colombiano me pone en
alerta. Tiene la actitud del que quiere robar. Estoy casi seguro que
es un ladrón de los que están en las estaciones de trenes y buses
para aprovechar la multitud y robar a los despreocupados viajeros.
Anuncian
que el tren ha sido cancelado y que debemos tomar el siguiente tren
que llegará en media hora y viene por horario. Suspiro y me siento a
esperar resignado. Miro de nuevo a la estudiante que sigue leyendo
su libro. No puedo leer durante los viajes. Además ese tiempo lo
utilizo en dejar que mi mente descanse observando el mundo que me
rodea, en pensar lo que escribiré o en cómo solucionar algún
problema que tenga. Al andén llegan un par de pasajeros más.
Afortunadamente no hay mucha gente, así que habrá puestos en el
tren. Cuando viajo solo siempre hay puesto. Algunos días en pleno
verano los trenes van repletos o los fines de semana que mucha gente
regresa a casa o va de visita a algún lugar.
Al
fondo se ve el tren acercándose al andén. Al fin.
El
tren se detiene y la puerta de un vagón ha quedado enfrente de donde
estoy parado esperándolo. He alcanzado a ver por las ventanas del
tren mientras paraba que no hay muchos pasajeros en él. Eso me
tranquiliza. Siempre me pone nervioso pensar que no voy conseguir un
puesto y que tengo que ir a otro vagón. Pero hasta ahora nunca ha
sucedido. Debe ser mi mente fatalista que espera que algo malo suceda
en el momento menos esperado. Las sillas de los vagones van en
parejas y unas miran hacia una entrada y las otras hacia la otra. Así
siempre hay mirando hacia delante, que creo que le gusta a mucha
gente. Por ejemplo, a mí. Me gusta la ventana en el tren y mirar el
paisaje. Dejarme llevar por el entorno y mis pensamientos. Cuido y
cultivo ese espacio de tiempo que es sólo para mí. Durante los
viajes así disfruto de ese aparente no hacer nada que es pensar,
soñar, dejar que la mente decida sus prioridades.
Subo
y me siento en una ventana que da hacia el costado que quedará al
lado del Rin cuando lleguemos a él a la altura de Bingen. Me quito
el saco. Me acomodo la camisa. Busco la mejor forma de sentarme para
disfrutar del viaje. Cierro los ojos por un momento y me relajo. Abro
los ojos y miro hacia afuera. El andén ha quedado vacío. Los pocos
pasajeros se han subido ya al tren. El vagón está medio vacío.
Será un viaje agradable, pienso. La puerta del vagón que está al
fondo del pasillo frente a mí se abre. Una joven alta y guapa con
una maleta en la mano entra. La miro. Se detiene mi respiración. No
me lo puedo creer. Es ella: la joven que viajó conmigo. Ella también
me ve. Me reconoce. Hace un mínimo gesto de placer y se acerca.
Estoy en tensión. Sé que se va a sentar junto a mí. Lo sé. Aunque
no quiero sentirme muy seguro no va y se ahuyente. Mi mente está en
alerta. Estoy en alerta. Expectativa y placer se mezclan en mí.
Sigue acercándose sin mirar los asientos vacíos que hay a su paso.
Ya va a llegar a mí. La veo, casi que la siento y la imagino ya
sentándose. Llega a mí. Se detiene a mi lado y sube la maleta al
portamaletas encima de las sillas. Me mira y sonríe. Me está
hablando. Mejor dicho me saluda. Hallo, me dice en alemán. Achino
los ojos y le respondo Hallo. Estoy ahogado en dicha. Está más
guapa de lo que la recordaba. Y se viste de maravilla. Un ligero olor
a perfume me envuelve al sentarse a mi lado. Es un instante eterno
detenido en mis sentidos. No sé si no he dejado de mirarla o de
imaginarla. Floto en sueños.
Me
está mirando mientras sonríe. Sentada tan plácida, segura de su
belleza y de su atractivo no ha dejado de mirarme a los ojos. La miro
sonriendo y digo “Was für ein toller Zufall!. Se ríe y responde
“Sí, uno entre un millón”.
La
primera vez es inolvidable. Nos impregna. Nos determina. No la
podemos olvidar. La primera vez. La primavera vez que hacemos algo,
que comemos algo, que sentimos dolor, que lloramos. La primera vez es
memorable, salvo la primera vez que morimos que es también la última
vez. La primera vez que ves a una mujer que va a entrar en tu vida y
lo va a cambiar todo es única y jamás dejaremos de volverla a
sentir. Aunque nuestra mente con el tiempo cambie esa primera vez y
la convierta en la primera vez como hubiéramos querido que fuera.
Nuestra mente se graba esa primera vez. Es impresionante las sinapsis
que se unen y se convierten en caminos de neuronas que nos llevan una
y otra vez a esa primera y maravillosa vez en que la vimos y supimos
que ella podía ser, tenía que ser y sería.
No
sé qué decirle pero también sé que tengo que decirle algo. Y
tiene que ser ya. Pienso y pienso y el tiempo parece interminable,
largo, eterno.
-¿Viajas
de regreso a Bonn?- le pregunto.
-Sí.-
me contesta lacónica.
-¿Estudias
en Bonn?-
-Sí-
otra vez una respuesta demasiado corta.
-¿
Qué estudias?-
-Estudio
derecho. Y estoy en octavo semestre. Ya he presentado mi primer
examen estatal.-
-Guauu.
Muy bien.- al decirlo siento como si hubiera ladrado. A mi mente
viene el edificio del Juridicum que es la sede principal de la
facultad de derecho. La facultad tiene fama de buena y conservadora.
De niños
bien.
Sonríe.
Me sonríe. Me anima con la mirada. Sus ojos son acaramelados con
chispas.
-¿De
dónde eres?- me pregunta.-
-Soy
colombiano- respondo aliviado de que ella haya tomado la iniciativa y
quiera seguir hablando.
-Un
suramericano.- me dice mirándome a los ojos.
-Sí,
un suramericano. Me llamo Gabriel, Gabriel Jacobsen. Y ¿tú?-
-Isabella,
Isabella de Montfort-
-Ummmm,
descendiente de los hugonotes- le digo.
-Sí,
exacto- me mira sorprendida.
La
matanza de San Bartolomé que comenzó en la noche del veintitrés
al veinticuatro de agosto de 1572 en París fue ordenada por Catalina
de Medicis, madre del rey Carlos IX contra los hugonotes,
protestantes calvinistas franceses, en la lucha por el poder. Durante
meses fueron perseguidos en toda Francia y asesinados. Muchos de los
sobrevivientes huyeron a Alemania donde encontraron refugio y se
integraron a la sociedad. Algunos apellidos importantes de Alemania
tienen un origen hugonote como Lafontaine, De Maiziere. Y ella es
una más de esos protestantes que encontraron un nuevo hogar en
Alemania.
-Te
vi en el viaje de ida. Iba a visitar a mi abuela en Francfurt. Te vi
desde que estábamos en el andén- me dice.
-Yo
también te vi-
-Lo
sé- me dice y ríe.
-Estaba en Speyer- le cuento.
-¿Qué hacías?-
me pregunta.
-Dicté una conferencia sobre literatura española-
-Ajá.
Cuando terminé la carrera pienso viajar a Sudamérica. Pasaré por
Colombia. ¿De qué parte de Colombia eres?-
-De
Bogotá. Y tú ¿de qué parte de Alemania eres?-
-Nací
en Münster, pero vivo en Bonn desde pequeña.-
-¿Tienes
hermanos?- le pregunto.
-Sí,
una hermana mayor-
-Eres
muy guapa- no sé por qué lo he dicho. Desde que hemos comenzado a
hablar no he hecho otra cosa que memorizar su cara, sus facciones, el
color de sus ojos y de su piel,grabarme en la mente el sonido de su
voz. Sus gestos y su manera de vestir. La he estado memorizando toda.
Sonríe
y me dice “Gracias” mientras me roza el borde la mano con sus
dedos. Siento como si un aguacero de dicha me hubiera caído encima.
Siento calor y una sensación placentera me invade el cuerpo. Le toco
suavemente los dedos de su mano. No retira la mano. Sólo me mira y
suspira. Sin darnos cuenta nos acercamos. Huelo su perfume suave. Me
gusta.
Permanecemos
callados un rato mientras por la ventana se ven los castillos del
Rin. Me mira sonriendo y con los ojos llenos de estrellas. Le sonrío
y le quito un mechón de pelo que le cae sobre la cara. Mi piel está
electrizada. Me siento ligero y sorprendido de mi audacia. Me toma la
mano entre sus manos. La retiene. Mira al frente, cierra los ojos,
suspira y me toma la mano con su mano.
-He
pensado en ti desde que nos vimos en la estación de Bonn- me dice
sin mirarme.
-Yo
también- le contesto sin reponerme de la sorpresa. Ha pensado en mí.
No soy el único loco del mundo.
Me estoy quieto. No me quiero mover. No quiero despertarme de este sueño. Ni siquiera parpadeo. Quiero que todo siga así. Ella tiene los ojos cerrados. Está quieta. No parece dormir. Creo que está pensando en lo que estamos haciendo. Dos extraños de edades diferentes se toman de la mano y crean una intimidad que sobrecoge, que es maravillosa.
Me estoy quieto. No me quiero mover. No quiero despertarme de este sueño. Ni siquiera parpadeo. Quiero que todo siga así. Ella tiene los ojos cerrados. Está quieta. No parece dormir. Creo que está pensando en lo que estamos haciendo. Dos extraños de edades diferentes se toman de la mano y crean una intimidad que sobrecoge, que es maravillosa.
Entreabre
los ojos, voltea a mirarme y sonríe.
-Quiero
disfrutar este instante- me dice en un susurro.
Sólo
le sonrío para que sepa que siento lo mismo, que soy feliz.
Sin
darnos cuenta hemos pasado Koblenz y estamos cruzando Remagen.
Estamos a punto de llegar a Bonn. Y no sé qué pasará cono
nosotros. E temo que cada uno seguirá su camino, que no volveremos a
vernos, que todo fue un momento de debilidad. ¿Qué
pensará ella? Quiero que nos veamos de nuevo. Lo quiero.
El
revisor del tren anuncia que estamos a pocos minutos de llegar a la
estación de Bonn. Me suelta la mano. Se acomoda la bufanda. Se para
y coge su maleta. Me mira y sonríe. Me paro y tomo la mía. Ella
sale al corredor del vagón y se dirige hacia la puerta de salida. La
sigo. Se voltea a mirarme y nos sonreímos.
El tren se detiene en el andén número uno que es el habitual para este tren. El andén está lleno de pasajeros ansioso por subirse al tren. Frente a nuestra puerta hay varios pasajeros esperando para salir y otros tantos para entrar. Sigo detrás de ella. Me busca la mano y la roza con la suya. Le devuelvo el gesto. Nos miramos. Se abre la puerta y la gente empieza a salir. Los de afuera esperan sin presionar a que bajemos y luego suben.
El tren se detiene en el andén número uno que es el habitual para este tren. El andén está lleno de pasajeros ansioso por subirse al tren. Frente a nuestra puerta hay varios pasajeros esperando para salir y otros tantos para entrar. Sigo detrás de ella. Me busca la mano y la roza con la suya. Le devuelvo el gesto. Nos miramos. Se abre la puerta y la gente empieza a salir. Los de afuera esperan sin presionar a que bajemos y luego suben.
Caminamos
hacia el final del andén. Uno al lado del otro. Callados. Quiero que
el tiempo se detenga. No quiero que nos separemos, que no nos
volvamos a ver. No quiero. Al llegar al final del andén se detiene.
Suelta la maleta y me mira a los ojos.
-Quiero
volver a verte- me dice.
-Yo
también quiero- le respondo.
Me
da el número del móvil. Me mira esperando algo. Sonrío tontamente.
Por dios, si seré bobo. Se acerca y me abraza. La abrazo con fuerza.
Siento su cuerpo delgado y fuerte contra el mío. Me encanta que su
pelo esté contra mi cara. Me gusta su olor. Me gusta mucho. Se
separa sin soltarse de mí. Me mira, se hunde en mi mirada y me da
un beso en el cachete. Se aprieta a mí. Me coge las manos y me
dice que se tiene que ir, porque la mamá la está esperando con el
coche.
Nos
decimos adiós. Me quedo mirando como se aleja y se acerca al
coche, saluda y se sube. Pero antes de cerrar la puerta, voltea con
la mirada a buscarme. Nos miramos y me hace un gesto mínimo. Cierra
la puerta. Estoy parado en mitad de la estación. Soy feliz.
La
miro una vez más detrás de la ventana del coche con su belleza
eterna y caigo en cuenta de que toda la vida he viajado para llegar
a ella.
Bonn,
jueves, 17 de octubre de 2013
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