Me atrae la soledad de las mujeres.
Las veo en grupos reírse, hablar, salir y entrar en la vida de las otras. Pero siempre tan solas. Solitarias. Guardando el secreto de ellas, su verdadero ser. Ellas nunca hablan lo que son, sino lo que otros esperan de ellas.
Pero viven sus vidas, sus propias y secretas vidas. Se camuflan en sus muchos oficios, en sus vocaciones, en su maravilloso don de hacer feliz a otros. Sin embargo, a cierta hora de la tarde mientras preparan una vez la mesa para la cena, tienen sus sueños en otra parte.
Aman lo que tienen, lo que son. Dan todo por su familia, por los suyos. Siempre en silencio, como si todo ello no las cansará, las agobiará. Sin decir nunca que quisieran mandar todo al carajo: el viaje a la misma playa de siempre, el cumpleaños de la suegra, las charlas insufribles de los cuñados y el marido que siempre tiene algo más importante que hacer para no poner su parte en las tareas del hogar y en los problemas de los hijos.
Pero llega ese día en que las
veo correr de prisa y con una sonrisa al encuentro de su otro amor.
En secreto tomar la mano de él de tal forma que nunca volverá a
amar a otra. Bellas en su seguridad, en la certeza de ser
irresistibles. Maravillosas mujeres que no se niegan el derecho a ser
felices.
Ellas siempre
entre todas guardando en secreto su irremediable soledad. Me
atrae de ellas ese mantener tantas vidas y sueños al mismo
tiempo y en todos parecer felices. Aunque están tan solas.
No hay
nada más conmovedor que la soledad de las mujeres.
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