Quiero ser la mano cálida
que acaricia tu cuerpo
y dejar sobre tu piel
la
huella tierna del deseo.
Llego
al 24 Rue Lamarck después de subir la calle un buen rato desde la
estación del metro. París, de nuevo. Estoy en el 18. arrondisemment
de la ciudad, en Mortmartre, frente a una casa de estilo clásico, el
hotel donde pasaré este fin de semana, el Ermitage Hotel Sacre
Couer. La calle es la de un barrio normal de clase media. Edificios
de cinco pisos o casas de dos pisos. Me imagino que viven
oficinistas, empleados públicos, mecánicos y un par de profes de
colegio. La calle está llena de carros aparcados. Carros
utilitarios, nada de lujo. Me gusta. Un lugar donde estaré entre
parisinos de verdad. En el París real.
El
hotel es pequeño y en la recepción con un mostrador mínimo entre
paredes azules claras, me sonríe una señora de mi edad o, quizá,
menor. Con la edad ha perdido la importancia de la edad de los demás.
Me preocupo poco por la edad, y más por vivir. Le doy mi nombre y
firmo el formulario de insccripción. La señora me acompaña hasta
mi habitación y me dice que como mañana es festivo el desayuno se
servirá desdes las 7:30 de la mañana. Me parece perfecto. La
habitación tiene una vista sobre los techos de la ciudad. Desempaco
mi maleta y saco los dos libros que he traído para leer por si me
aburro. Hace una temperatura muy parecida a la de Bonn. Creo que son
10 grados y no ha parado de llover. Me voy a duchar y saldré a dar
una vuelta por el barrio. Tal vez suba hasta el Sacre Couer. Tengo
hambre y quiero comer algo.
Dejo
sobre el escritorio el manuscrito con el borrador de los últimos
poemas que he escrito para corregirlos. Pero ahora tengo que salir,
porque el hambre me está pidiendo a gritos algo de comer.
Bajo
las escaleras de madera típicas de casa antigua, saludo a la señora
de la recepción que para por un momento de leer, y me sonríe. Salgo
a la calle. Me cierro la chaqueta y me cubro con la capucha.Me anudo
bien la bufanda al cuello, abro el paraguas y subo la calle. No sé
bien adónde llegaré. Es mi costumbre en toda nueva ciudad caminar
al azar y dejarme sorprender por el destino. Quiero vivir la ciudad
real, la de todos los días, la de las personas normales, los
sonidos, las charlas, los silencios, el olor de la cocina, el mudo
esperar en vano. El concierto de los días iguales de un barrio.
Encuentro
una boulangerie frente a un parque de cuyo nombre no puedo acordarme,
y que tampoco tiene importancia, porque lo que quiero es comer. Entro
y el sitio es acogedor y casero. Hay varias mesas ocupadas y una
frente a la ventana que está libre. Desde la ventana se ve el cruce
de la esquina y carros que pasan veloces y salpican a todo el que
esté caminando. No ha parado de llover y se ven paraguas que
esconden caminantes presurosos y anónimos. Me siento y toco el
mantel de cuadritos rojos y blancos. Me quito la chaqueta y la pongo
en el espaldar de la silla. Me paro y voy al mostrador donde atienden
dos mujeres jóvenes. El problema es que no hablo francés. Así que
con mi sonrisa y mi dedo índice tendré que pedir lo que quiero
comer y espero acertar en lo que escoja. Ellas y yo sonreímos ante
la dificultad de comunicarnos, pero logro pedir un sanduché de carne
con ensalada de huevo y un café. Me vuelvo a sentar en mi mesa. Miro
por la ventana. Pienso en ella. No dejo de pensar en ella. Le doy un
mordisco al sanduche. Está rico. Ummm, al fin, comidita en el
estómago. Los nombres de las calles siempre me dan curiosidad. Así
que averiguo quién es Lamarck. Me llevo dos sorpresas: mi gran
ignorancia sobre inifinidad de temas y que Lamarck es el padre de la
biología y el primero que pensó en la transformación de las
especies. Sus principales aportaciones a la biología son: el
concepto de organización de los seres vivos, la clara división del
mundo orgánico del inorgánico, una revolucionaria clasificación de
los animales de acuerdo a su complejidad y la formulación de la
primera teoría de la evolución biológica.
El
café está delicioso. Estoy enviciado al café con leche. Me
encanta. Y el sanduché me ha sentado de maravilla.
Al
salir de la boulangerie me tropiezo con una mujer que casi se cae,
pero que logro sostener con mis brazos. Nuestras caras quedan una
frente a la del otro. Es guapísima. Tiene el pelo suave y marrón.
Un suave perfume me embriaga. Nos sonreímos y hay una onda de calor
que nos une. Sé que los dos la hemos sentido, porque el mundo parece
detenido. Sin embargo, nos separamos y ella entra y yo salgo al
fresco húmedo de la tarde parisina. No sé si ir hasta el Sacre
Couer con sus mil turistas que entran y salen o se sientan en las
escalinatas. Pero hoy con esta lluvia no habrá tantos, o improvisar
el camino y dejarme llevar por lo inesperado.
He
venido a París huyendo de mí. Para esconderme del dolor de haber
perdido a la mujer que más he amado. He querido poner distancia con
la realidad. Pero no es posible. Adonde voy me sigue ella. El
recuerdo de ella. El silencio de ella. La sonrisa de ella. El amor de
ella. Y este dolor que me parte en dos, que me derrota, que me tiene
muriendo de amor, de soledad, de ausencia. También sé que ya sólo
la distancia nos une, que no hay vuelta atrás, que me queda sólo el
camino de regreso a ese que era antes. Cuando el amor se muere, se
muere de verdad. Aunque duela toda la vida.
Sigo
caminando calle arriba. La calle gira como un caracol sobre sí
misma. Descubro una puerta grande abierta que da a un patio donde hay
varias personas reunidas oyendo música. Entro curioso. Quiero ver
qué pasa allí. Un grupo de jóvenes alternativos están tocando
música medieval. Son dos hombres y dos mujeres. Bellísimos, los
cuatro. Qué placer es ver la fuerza y vitalidad de la juventud. Me
pone contento siempre. La vida es contagiosa.
Bajo
un tenderete venden vino y quesos. También hay pintores y
dibujantes. Y al fondo veo un escultor en su taller. Camino hacia el
taller. El escultor trabaja la madera de una manera sabia, de
maestro. Cada golpe sobre la madera deja una línea que se convertira
en un gesto. Admiro la capacidad de sacar de la nada una expresión,
un gesto, una ilusión. Las manos son maravillosas. Nos permiten
darle vida a las cosas, al mundo y a los otros. El escultor alza su
cara del trabajo que hace, me mira y me saluda. Lo saludo y le hago
el gesto de que me encanta lo que hace. Me responde en inglés que
gracias. Me dice que lo siga hasta otra mesa, donde me invita a tomar
el punzón y un pedazo de madera para que pruebe a hacer algo sobre
ella. Me pone al lado un esbozo de cabeza en madera para que trate de
copiarla. Con susto cojo el punzón y lo hundo en la madera y saco
una tira de madera. He dado mi primer paso en busca de una cara que
sólo existe en la imaginación de la madera. Me late el corazón con
fuerza. Me tengo confianza. Doy el segundo golpe con el punzón. El
tercero, el cuarto y así por un buen rato. Ya imagino la frente de
la persona que aún esconde la madera. No me lo creo, yo también
puedo. El escultor me sonríe. Después de una hora, he logrado darle
cierta forma de rostro a la madera. Y con un mucho de imaginación se
ve la cara de una persona. Mi primera obra. Estoy contento. Pero qué
lejos estoy del trabajo del maestro. Me dice que me lleve mi obra de
arte recién hecha. Lo invito a tomarse un vino conmigo. Salimos del
taller. No lo cierra. La puerta queda abierta. Nota mi cara de
sorpresa y me tranquilza diciéndome que hay gente que quizá quiera
ver sus obras. Le sonrío. Este sitio escondido en Montmartre tiene
tanta igualdad, tanta humanidad, tanto de lo que hace rato no veo ni
vivo.
Mientras
tomamos el vino comiendo un rico pedazo de queso y charlamos, se
acerca a nosotros una mujer, que resulta que es con la que he
tropezado al salir de la boulangerie. Nos sonreímos y saludamos. Nos
damos cuenta de que los dos somos extranjeros, no franceses. Le
pregunto en inglés que de dónde es y me dice que viene de
Argentina. No me lo puedo creer, y le contesto en
castellano que soy colombiano.
Y
en ese momento no puedo contenerme más y me río. La tomo entre mis
brazos. La apreto a mí. Ella me rodea el cuello con sus brazos. Me
mira feliz y me besa. Un beso apasionado, enamorado, de toda la vida.
Es
Laura, el amor de mi vida, que ha planeado para este encuentro en
París que nos encontráramos como si fuésemos desconocidos en una
nueva ciudad. Y ha funcionado. Ambos estamos radiantes y la gente nos
mira sorprendida y cómplice. Unos ríen y otros se miran. Nosotros
no tenemos tiempo que perder y salimos a la calle con paso apresurado
hacia el hotel. Queremos amarnos.
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