lunes, 27 de mayo de 2013

Fin de semana en París




Quiero ser la mano cálida
que acaricia tu cuerpo
y dejar sobre tu piel
la huella tierna del deseo.


Llego al 24 Rue Lamarck después de subir la calle un buen rato desde la estación del metro. París, de nuevo. Estoy en el 18. arrondisemment de la ciudad, en Mortmartre, frente a una casa de estilo clásico, el hotel donde pasaré este fin de semana, el Ermitage Hotel Sacre Couer. La calle es la de un barrio normal de clase media. Edificios de cinco pisos o casas de dos pisos. Me imagino que viven oficinistas, empleados públicos, mecánicos y un par de profes de colegio. La calle está llena de carros aparcados. Carros utilitarios, nada de lujo. Me gusta. Un lugar donde estaré entre parisinos de verdad. En el París real.

El hotel es pequeño y en la recepción con un mostrador mínimo entre paredes azules claras, me sonríe una señora de mi edad o, quizá, menor. Con la edad ha perdido la importancia de la edad de los demás. Me preocupo poco por la edad, y más por vivir. Le doy mi nombre y firmo el formulario de insccripción. La señora me acompaña hasta mi habitación y me dice que como mañana es festivo el desayuno se servirá desdes las 7:30 de la mañana. Me parece perfecto. La habitación tiene una vista sobre los techos de la ciudad. Desempaco mi maleta y saco los dos libros que he traído para leer por si me aburro. Hace una temperatura muy parecida a la de Bonn. Creo que son 10 grados y no ha parado de llover. Me voy a duchar y saldré a dar una vuelta por el barrio. Tal vez suba hasta el Sacre Couer. Tengo hambre y quiero comer algo.

Dejo sobre el escritorio el manuscrito con el borrador de los últimos poemas que he escrito para corregirlos. Pero ahora tengo que salir, porque el hambre me está pidiendo a gritos algo de comer.

Bajo las escaleras de madera típicas de casa antigua, saludo a la señora de la recepción que para por un momento de leer, y me sonríe. Salgo a la calle. Me cierro la chaqueta y me cubro con la capucha.Me anudo bien la bufanda al cuello, abro el paraguas y subo la calle. No sé bien adónde llegaré. Es mi costumbre en toda nueva ciudad caminar al azar y dejarme sorprender por el destino. Quiero vivir la ciudad real, la de todos los días, la de las personas normales, los sonidos, las charlas, los silencios, el olor de la cocina, el mudo esperar en vano. El concierto de los días iguales de un barrio.

Encuentro una boulangerie frente a un parque de cuyo nombre no puedo acordarme, y que tampoco tiene importancia, porque lo que quiero es comer. Entro y el sitio es acogedor y casero. Hay varias mesas ocupadas y una frente a la ventana que está libre. Desde la ventana se ve el cruce de la esquina y carros que pasan veloces y salpican a todo el que esté caminando. No ha parado de llover y se ven paraguas que esconden caminantes presurosos y anónimos. Me siento y toco el mantel de cuadritos rojos y blancos. Me quito la chaqueta y la pongo en el espaldar de la silla. Me paro y voy al mostrador donde atienden dos mujeres jóvenes. El problema es que no hablo francés. Así que con mi sonrisa y mi dedo índice tendré que pedir lo que quiero comer y espero acertar en lo que escoja. Ellas y yo sonreímos ante la dificultad de comunicarnos, pero logro pedir un sanduché de carne con ensalada de huevo y un café. Me vuelvo a sentar en mi mesa. Miro por la ventana. Pienso en ella. No dejo de pensar en ella. Le doy un mordisco al sanduche. Está rico. Ummm, al fin, comidita en el estómago. Los nombres de las calles siempre me dan curiosidad. Así que averiguo quién es Lamarck. Me llevo dos sorpresas: mi gran ignorancia sobre inifinidad de temas y que Lamarck es el padre de la biología y el primero que pensó en la transformación de las especies. Sus principales aportaciones a la biología son: el concepto de organización de los seres vivos, la clara división del mundo orgánico del inorgánico, una revolucionaria clasificación de los animales de acuerdo a su complejidad y la formulación de la primera teoría de la evolución biológica.
El café está delicioso. Estoy enviciado al café con leche. Me encanta. Y el sanduché me ha sentado de maravilla.
Al salir de la boulangerie me tropiezo con una mujer que casi se cae, pero que logro sostener con mis brazos. Nuestras caras quedan una frente a la del otro. Es guapísima. Tiene el pelo suave y marrón. Un suave perfume me embriaga. Nos sonreímos y hay una onda de calor que nos une. Sé que los dos la hemos sentido, porque el mundo parece detenido. Sin embargo, nos separamos y ella entra y yo salgo al fresco húmedo de la tarde parisina. No sé si ir hasta el Sacre Couer con sus mil turistas que entran y salen o se sientan en las escalinatas. Pero hoy con esta lluvia no habrá tantos, o improvisar el camino y dejarme llevar por lo inesperado.

He venido a París huyendo de mí. Para esconderme del dolor de haber perdido a la mujer que más he amado. He querido poner distancia con la realidad. Pero no es posible. Adonde voy me sigue ella. El recuerdo de ella. El silencio de ella. La sonrisa de ella. El amor de ella. Y este dolor que me parte en dos, que me derrota, que me tiene muriendo de amor, de soledad, de ausencia. También sé que ya sólo la distancia nos une, que no hay vuelta atrás, que me queda sólo el camino de regreso a ese que era antes. Cuando el amor se muere, se muere de verdad. Aunque duela toda la vida.

Sigo caminando calle arriba. La calle gira como un caracol sobre sí misma. Descubro una puerta grande abierta que da a un patio donde hay varias personas reunidas oyendo música. Entro curioso. Quiero ver qué pasa allí. Un grupo de jóvenes alternativos están tocando música medieval. Son dos hombres y dos mujeres. Bellísimos, los cuatro. Qué placer es ver la fuerza y vitalidad de la juventud. Me pone contento siempre. La vida es contagiosa.
Bajo un tenderete venden vino y quesos. También hay pintores y dibujantes. Y al fondo veo un escultor en su taller. Camino hacia el taller. El escultor trabaja la madera de una manera sabia, de maestro. Cada golpe sobre la madera deja una línea que se convertira en un gesto. Admiro la capacidad de sacar de la nada una expresión, un gesto, una ilusión. Las manos son maravillosas. Nos permiten darle vida a las cosas, al mundo y a los otros. El escultor alza su cara del trabajo que hace, me mira y me saluda. Lo saludo y le hago el gesto de que me encanta lo que hace. Me responde en inglés que gracias. Me dice que lo siga hasta otra mesa, donde me invita a tomar el punzón y un pedazo de madera para que pruebe a hacer algo sobre ella. Me pone al lado un esbozo de cabeza en madera para que trate de copiarla. Con susto cojo el punzón y lo hundo en la madera y saco una tira de madera. He dado mi primer paso en busca de una cara que sólo existe en la imaginación de la madera. Me late el corazón con fuerza. Me tengo confianza. Doy el segundo golpe con el punzón. El tercero, el cuarto y así por un buen rato. Ya imagino la frente de la persona que aún esconde la madera. No me lo creo, yo también puedo. El escultor me sonríe. Después de una hora, he logrado darle cierta forma de rostro a la madera. Y con un mucho de imaginación se ve la cara de una persona. Mi primera obra. Estoy contento. Pero qué lejos estoy del trabajo del maestro. Me dice que me lleve mi obra de arte recién hecha. Lo invito a tomarse un vino conmigo. Salimos del taller. No lo cierra. La puerta queda abierta. Nota mi cara de sorpresa y me tranquilza diciéndome que hay gente que quizá quiera ver sus obras. Le sonrío. Este sitio escondido en Montmartre tiene tanta igualdad, tanta humanidad, tanto de lo que hace rato no veo ni vivo.

Mientras tomamos el vino comiendo un rico pedazo de queso y charlamos, se acerca a nosotros una mujer, que resulta que es con la que he tropezado al salir de la boulangerie. Nos sonreímos y saludamos. Nos damos cuenta de que los dos somos extranjeros, no franceses. Le pregunto en inglés que de dónde es y me dice que viene de Argentina. No me lo puedo creer, y le contesto en castellano que soy colombiano.

Y en ese momento no puedo contenerme más y me río. La tomo entre mis brazos. La apreto a mí. Ella me rodea el cuello con sus brazos. Me mira feliz y me besa. Un beso apasionado, enamorado, de toda la vida.

Es Laura, el amor de mi vida, que ha planeado para este encuentro en París que nos encontráramos como si fuésemos desconocidos en una nueva ciudad. Y ha funcionado. Ambos estamos radiantes y la gente nos mira sorprendida y cómplice. Unos ríen y otros se miran. Nosotros no tenemos tiempo que perder y salimos a la calle con paso apresurado hacia el hotel. Queremos amarnos.

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