Una
vez más la primavera llegaba impasible, lluviosa, trepándose a los
árboles, floreciendo por doquier, sin molestarse en mirar a través
de las ventanas las mil vidas llenas de rutinas, de secretos,
éxitos, tristezas y cambios imperceptibles de mis vecinos. No se
daría cuenta de que la pelirroja de abajo con sus dos metros de
altura y esa exhuberancia impropia de una alemana había enfermado de
amor. Es decir, de abandono. No es que se lo dijera a alguien, pero
se le veía en la derrota de su mirada y en esa risa solitaria con la
que nos saludaba.
La
primavera sólo se interesaba en devolverle los colores y los olores
a la naturaleza agobiada por el frío, la nieve y los interminables
días grises del invierno. Con los años
ese largo invierno de noches interminables se había vuelto para él en la excusa perfecta para dejar reposar su ánimo, para regodearse en
los fracasos y las batallitas perdidas que había acumulado en su ya
larga vida de combatiente en la rutina.
Se
sentó en el balcón. Pensó en las muchas personas que
antes que él habrían estado refelexionando sobre su vida u observando a los
vecinos como sin querer queriendo en ese mismo balcón en que él estaba. Dejó que la primavera le envolviera. Pospuso los apuros
diarios, las decepciones y el diario sufrir por un instante. Se
olvidó de todo y de todos. Sólo estaba él siendo vida en la
vida. Suspiró y supo que era maravilloso estar vivo, optimista y
aún con sueños. Era consciente de que estaba recorriendo la última
etapa de su eternidad y que en ese único e inusual momento de su vida todo estaba bien.
Se
llenó los pulmones del aire de ese instante en que el universo se
había detenido a contemplar la vida, la vida que eran. Se
vio en medio del mundo como casi nunca lo había sido: en comunión
con la existencia. Sintió como ella le estaba pensando en ese instante. Y se alegró, porque la mujer de su vida regresaba en la tarde. Una vez más el amor llegaba.
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