Llega la primavera
acobardada. No quiere mirarme a los ojos. Se refugia en el viento
frío del este, en la tardía nieve de este abril, en los aguaceros
interminables, en la luz que apenas logra pasar las nubes. No quiere
ver la ausencia en mi mirada, en este nudo de tristeza que me
acompaña.
Un yo que amaba se está
muriendo en mí. Le duele a la vida, a los árboles que se aferran
al cielo para no caer y a mí, sobretodo, a mí que voy perdiendo a
ese otro que amaba. Ese amor se cae a pedazos, me deja en carne viva
los sentimientos. Me hundo por los caminos por los que trato de huir
de mí para no verme morir así de esa manera: de soledad, de
tristeza, de ausencia. No quiero morir, morir de amor una vez más.
Hoy
la gente está más sola que nunca mientras camina sin rumbo por las
calles en busca de esa vida que no existe, el mundo de las ilusiones.
La ciudad está sola con sus edificios, sus plazas, sus casas y sus
mil ventanas que no mirab a ninguna parte; la tarde gris está sola
buscando un sol que no llega, que no quiere volver; las paredes con
cuadros que pinté en otra vida están solas en este apartamento
alejado de mi mundo, del mundo que era mío, aunque siga en él. Mis
horas, mis risas y mis recuerdos están solos, sin mí, sin nadie que
los viva o los escuche o los disfrute. Mientras mi soledad mira sin
ganas a través de la ventana la primavera que no se atreve a verme
a los ojos para no asustarse de tanta soledad, de tanta tristeza que
me velan mientras me muero de mí, de vida, de nostalgia, de
ausencia.
Me estoy quedando solo
frente a ese yo que se muere desde hace meses, sin querer morirse,
aferrado a un hilo de vida que a estas horas de la vida es cada vez
más débil, más inútil, más desesperado que nunca. Soy un pobre
diablo que mira a un diablo pobre temblar de miedo frente a su propio
fin, a su irremediable adiós.
Mi vida, o lo que de
ella queda, tiembla de soledad en esta cobarde primavera.
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