Por
la forma que tiene de detenerse frente a mí, por esa mirada suya que
casi me habla, por los latidos acelerados de mi imaginación sé que
nos gustamos. La felicidad y yo nos hemos encontrado a escondidas.
Nos hemos querido. Ella y yo tenemos muchas cosas en común.
Desde
que era pequeño me acompañaba a leer o jugaba conmigo tardes
enteras cuando el piso de mi cuarto era un campo de batalla de
tapitas de gaseosas con una bolita de cristal que según el color
pertenecían a diferentes regimientos o ejercitos, una tabla de
madera para jugar damas chinas era la fortaleza que había que
conquistar que estaba en un lugar casi inexpugnable sobre la almohada
de mi cama.
En
la adolescencia fue conmigo a todas las fiestas desde los catorce
años hasta los veintitrés en que no volví a ninguna fiesta.
En
el amor pensé que ya era oficial lo nuestro, que éramos para toda
la vida. Pero me equivoqué. Sólo fue que sintiera el amor poniendo
de cabeza mi vida para que la felicidad por días, semanas, meses y
años no me volteara a mirar. Creo que el verme enamorado la ponía
celosa, sentía que me perdía y se iba sin previo aviso, sin decirme
nada y me dejaba con ese dolor que sentimos los que a pesar de la
realidad pensamos que las relaciones son eternas. Desde entonces he
vivido con un nudo en la garganta, un vacío en el estómago, unas
ganas de mandar todo al carajo y una inmensa derrota en el alma.
Adoro
a la felicidad, pero desde entonces ella y yo tomamos caminos
distintos. Sé que piensa en mí. Yo también pienso en ella. Hay
días en que nos saludamos o coincidimos en algún lugar o con un
conocido mutuo. Y los dos sentimos esa electricidad que existe entre
dos que están destinados el uno para el otro. Pero los dos sabemos
que nunca volveremos a estar juntos como cuando tenía seis años y
montaba en una bicicleta verde bajo la eterna lluvia de la Sabana de
Bogotá.
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