viernes, 16 de octubre de 2015

Una relación complicada


Por la forma que tiene de detenerse frente a mí, por esa mirada suya que casi me habla, por los latidos acelerados de mi imaginación sé que nos gustamos. La felicidad y yo nos hemos encontrado a escondidas. Nos hemos querido. Ella y yo tenemos muchas cosas en común.

Desde que era pequeño me acompañaba a leer o jugaba conmigo tardes enteras cuando el piso de mi cuarto era un campo de batalla de tapitas de gaseosas con una bolita de cristal que según el color pertenecían a diferentes regimientos o ejercitos, una tabla de madera para jugar damas chinas era la fortaleza que había que conquistar que estaba en un lugar casi inexpugnable sobre la almohada de mi cama.

En la adolescencia fue conmigo a todas las fiestas desde los catorce años hasta los veintitrés en que no volví a ninguna fiesta.

En el amor pensé que ya era oficial lo nuestro, que éramos para toda la vida. Pero me equivoqué. Sólo fue que sintiera el amor poniendo de cabeza mi vida para que la felicidad por días, semanas, meses y años no me volteara a mirar. Creo que el verme enamorado la ponía celosa, sentía que me perdía y se iba sin previo aviso, sin decirme nada y me dejaba con ese dolor que sentimos los que a pesar de la realidad pensamos que las relaciones son eternas. Desde entonces he vivido con un nudo en la garganta, un vacío en el estómago, unas ganas de mandar todo al carajo y una inmensa derrota en el alma.


Adoro a la felicidad, pero desde entonces ella y yo tomamos caminos distintos. Sé que piensa en mí. Yo también pienso en ella. Hay días en que nos saludamos o coincidimos en algún lugar o con un conocido mutuo. Y los dos sentimos esa electricidad que existe entre dos que están destinados el uno para el otro. Pero los dos sabemos que nunca volveremos a estar juntos como cuando tenía seis años y montaba en una bicicleta verde bajo la eterna lluvia de la Sabana de Bogotá.

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